Los copos de nieve que caen suavemente se desvanecen al posarse sobre los árboles siempre verdes de Taurë Manalda. El invierno, frío y letal como ningún otro, ha descendido sobre Haldanóri sin piedad alguna. Quizás un nuevo castigo al orgullo y la miseria que hemos sembrado en ella, enzarzados en una guerra sin fin, eternizada en el tiempo.
- Debo agradecerte que salvaras mi vida – las palabras de Nulkaiel llegan hasta mí, mientras se recuesta sobre uno de los sillones revestidos de cuero situados junto al fuego que arde en el centro de mi tienda. Y sorprendida como nunca, alzo los ojos del mapa que estoy mirando.
- ¿No supondrías acaso que iba a dejarte morir, Nulkaiel? La traición es una cualidad que cada día prolifera más en nuestro reino, pero nada más lejos de mi intención.
Me mira con una enigmática sonrisa. Los días que han pasado desde que abandonara la Compañía de la Muerte Susurrante han borrado magistralmente las huellas del fuego en sus ojos y en su cuerpo. Pero no hay dulzura en sus ojos de color miel. Es raro… nunca la ha habido, y ahora reparo en ello como si fuera la primera vez. Y ella no dice nada. Se queda muda, mientras sujeta indolente un mechón rojizo entre sus dedos, que se desliza como si fuera un pequeño reguero de sangre.
- Veo que sí lo has pensado – añado mi frase sin emoción alguna, y vuelvo a concentrar mi mirada en el mapa que cada vez se torna más oscuro a mis ojos. En ese mismo momento me doy cuenta de cuánto han afectado las intrigas nurnitas a la relación entre los mismos Señores del Clan. Intrigas que yo misma he ayudado a crear, y que han estado a punto de llevarme al borde de la muerte. Nuevamente. - ¿Quién ha dado las órdenes para el traslado de Durthaur esta vez? – pregunto, sin dar importancia ni a sus sospechas ni a las mías. Y no tengo que mirarla para saber que mi indiferencia parece sorprenderla a ella también.
- A veces me sorprende que hagas preguntas de las cuales ya sabes la respuesta, Yestariel. Pero ya que lo preguntas, te diré que ha sido Arattalion mismo, y que nuevamente, no ha dado razón alguna para ello.
Sonrío. Sabía muy bien la respuesta antes de formularla, y también se las razones que han llevado a ese cambio. Una mirada fugaz y me aseguro de que realmente Nulkaiel no está al tanto del atentado en Orod Oiolossë, y que no me miente. Quizás si consiguiera confiar en ella, pudiera darse de nuevo un acercamiento entre nosotras. Ella ha puesto nuevamente su vida bajo mis órdenes. Después de todo, es posible… Pero no llega a salir palabra alguna de mis labios. Un súbito movimiento en la entrada de la tienda detiene mis palabras.
Inglin parece traer consigo un cambio en el tiempo. La tienda se agita entera, sacudida por un fuerte viento, mientras deja caer un sobre cerrado delante de mí.
- Es un mensaje urgente. Acaba de llegar desde Narmelost.
Mis manos se mueven ágiles sobre el papel, y mis ojos se deslizan frenéticamente sobre las líneas entintadas, mientras Inglin se sienta junto a Nulkaiel esperando noticias. Pero no hay nada que yo hubiera esperado leer. Los trazos fuertes y regulares son de Arattalion. Esperaba noticias suyas, pero no éstas. Mis ojos apenas pueden dar crédito a lo que leen, y las miradas interrogantes de Nulkaiel e Inglin me animan a leer nuevamente. Esta vez en voz alta:
Señora de la Noche Estrellada,
No hay estrellas a estas horas que iluminen el camino hacia Nurn. Narmelost esta siendo asediada, y aunque tanto tú como yo sabemos que no la dejaremos caer, un numeroso ejército se encuentra apostado ante nuestras puertas, liderados por el mismísimo Rey de Valle. ¡Loco insensato! Pues locura debe ser y no otra cosa, la que le ha empujado a llegar hasta aquí, y desafiarnos en nuestra tierra. Tierra negra, pero tierra amada. Tierra roja teñida de la sangre de muchos otros que antes que él cayeron en su misma locura. Ahora su sangre teñirá también nuestra tierra.
Y mientras tanto, en el sur, nuestros aliados de la tierra de los sauces han decidido retirarse de la guerra. Esta guerra que les ha llevado poco a poco a la destrucción. No necesito decirte lo que supone para nosotros esta retirada. Tú lo sabes bien. Llega un nuevo equilibrio a Haldanóri, y ahora la balanza tiembla ligeramente en manos del azar.
Oscuras son las noticias que recibes de mis manos, mas no es mi intención únicamente anunciarte las desdichas de la guerra, aún cuando todavía no hay noticias de nuestro ejército apostado frente a la Ciudad del Dragón. Pero debes partir al norte de inmediato, pues hemos tenido noticias de que una compañía de Eithel Glîn se dirige nuevamente a nuestras tierras, y creemos que intentará apoderarse de Curufarné. Es posible que sepan que nuestro potencial bélico depende de las fraguas de esta ciudad, y nada más cercano a la realidad. Curufarné es vital para nosotros. Debéis interceptarlos, y destruirlos.
Se que puedo confiar en ti. Que puedo confiar en todas vosotras. Sólo espero que el azar haga caer la balanza a nuestro favor, y podamos olvidar la oscuridad de estas líneas.
Arattalion
Señor de Nurn
La carta se desliza entre mis dedos, quedándose suspendida en el aire un instante, y cae suavemente sobre la mesa. Pero es Inglin la primera en conseguir articular palabra.
- ¡No puedo creer que esos malditos sauces se hayan retirado! Después de todo lo que hemos hecho por ellos… ¡Como mínimo debería considerarse traición! – su rostro normalmente pálido ha enrojecido por la ira, y se levanta como si tuviera ante sus ojos a los dirigentes del Concilio, dispuestos para ser ajusticiados.
- Reserva tu ira para la batalla, Inglin – me levanto, y me acerco a ellas despacio. Las ideas se agolpan en mi mente, y creo que tengo demasiadas cosas en la cabeza – No hace falta ni decir que todas sabíamos que esto ocurriría tarde o temprano. Y lamentarnos no nos servirá de nada.
- Nurn sabe valerse por sus propios medios.
La frase de Nulkaiel me acerca un poco a la realidad. Por que tiene razón. Debe tener razón. Y esa frase hace caer por un momento la oscuridad que teme mi mente.
- Así debe ser – añado, sin dudarlo un instante – Preparadlo todo. Partimos de inmediato. Largas leguas nos separan de Nanda Girith, y no sabemos siquiera cuánta ventaja nos lleva la compañía de la Alianza.
- ¿Crees que llegaremos a tiempo? – pregunta Inglin acercándose a la entrada.
- Se que llegaremos a tiempo – le respondo, mientras vuelvo a acercarme a la mesa y comienzo a recoger mapas y cartas. Pero no puedo ver más, y eso no es buena señal. No lo es.
-----------------------------------------------------
Perseguimos el invierno y a medida que nuestro avance hacia el Norte va cumpliendo con las leguas debidas, se hace cada vez más intenso el frío y la nieve. Las copas de los árboles albergan pequeños nidos blancos en la lejanía. Pero las amplias llanuras de Lad Echor se han convertido en una capa uniforme de nieve que dificulta nuestro avance.
No deseamos atravesar Minas Gwaeren, y hemos rodeado la ciudad para atravesar el témpano helado que antaño fuera la alegre corriente del Ninrûth, para después seguir el curso del Ninberêk para adentrarnos por fin en Taur-dîn-Tirith. El bosque, silencioso como nunca, no nos da pista alguna acerca de aquellos a los que perseguimos, pero la cercanía de nuestra tierra presta ligereza a nuestros pies y a nuestros corazones.
Lejanos parecen ahora los días de la destrucción de Barad Avathael. Mucho más lejana si cabe la desolación de Tyelpëosto, donde la crueldad de nuestra compañía dejo un recuerdo siniestro.
Los campos sembrados del valle de Nanda Girith parecen desolados también. Aldamorna hace tiempo que ha partido, y ahora parecen más estremecidos que nunca.
Apenas cruzamos las aguas heladas de Nen Girith cuando diviso a lo lejos la presa que perseguimos. Apostados frente a Curufarnë, la compañía de la Alianza todavía no ha iniciado el ataque, y el saber que llegamos a tiempo renueva nuestras esperanzas.
Iniciamos el ataque. Los caballos se lanzan en una carrera desenfrenada, mientras sus jinetes apenas podemos esperar por llegar a la meta. Una lluvia de flecha intenta frenar nuestro avance. Los caballos a mí alrededor se encabritan y caen, llevándose el valor de sus jinetes consigo. Pero no me detengo. He visto esa imagen tantas veces…, y no dejo de avanzar mientras mis ojos intentan distinguir la línea de defensa enemiga.
Avanzo. Por un momento parece que es la misma línea del horizonte la que se acerca a mí, acosándome sin piedad. Un fuerte viento agita los copos de nieve que caen ante mis ojos y barre la nieve que parece fluctuar como un blanco mar. Una nueva lluvia de flechas surca el aire, intentado vencer la fuerza del viento, y frente al enemigo se establece una línea roja que precede un grupo de cuerpos caídos en posturas imposibles.
Inglin ha reaccionado. Confío en ella y en sus arqueros, mientras lanzan con furia sus flechas empenachadas de rojo y negro. Y por fin llego a cruzarme con la línea enemiga. Airacil se entretiene demasiado tiempo, prisionera en la carne del primer hombre que ha herido, y desciendo de Miré para empujar el cuerpo con el pie y liberar mi espada. No tengo que buscar demasiado para encontrar sangre nueva. Airacil danza ante mis ojos sesgando miembros de manera frenética. Un chorro de sangre salpica mi rostro, cegándome un instante, mientras a mi alrededor el sonido de las espadas parece estallar una y otra vez.
La batalla se detiene para mí. Busco con la mirada a Inglin, pero no la encuentro. Esquivo con presteza el ataque de uno de los enormes Ents que acompaña al enemigo, y vuelvo mi mirada hacia él. No puedo dañarlo. No puedo. Me alejo de él sintiendo un gran pesar en el corazón.
No siento lástima por aquellos que se cruzan en mi camino. Los más afortunados son atravesados por mi espada. Los menos, caen rendidos a mis pies mientras la sangre de sus venas escapa al control de su cuerpo, y quedan esparcidos en el campo de batalla formando horribles fuentes rojas.
A lo lejos diviso por fin a Inglin. Una flecha sobresale de forma antinatural de su pierna, pero sigue luchando. La vida le va en ello. No dejará de luchar.
Y entre los gritos de dolor que se alzan en el campo de batalla, llegan también gritos de venganza. “¡Tyelpëosto!”, gritan una y otra vez. Un hombre se acerca a mí corriendo. En sus ojos veo el placer de la venganza. “¡Por los caídos de Tyelpëosto!” Alza su espada frente a mí, y Airacil se alza rápida para detener su avance. Su cuerpo cae fulminado, y su cabeza rebota sobre la nieve roja, y rueda hasta llegar a los pies de un árbol. Sus ojos vacíos me miran. “Estas muy lejos de Tyelpëosto”.
Al girarme descubro a Nulkaiel. Una cuerda atada a su garganta la oprime de manera salvaje, y se aferra a ella buscando el aire que comienza a faltar en sus pulmones. Intento acercarme a ella, pero una y otra vez se interponen en mi camino. Un hombre de mirada de hielo tira de la cuerda, mientras muchos otros hieren su cuerpo una y otra vez con espadas y cuchillos. Me mira. No puede gritar mientras las fuerzas la abandonan, acompañadas del aire y la sangre de su cuerpo. Y lanzo un grito de rabia en su lugar, mientras me lanzo desesperadamente al ataque.
- ¡Defended a la Señora, malditos! – les grito al montón de orcos inútiles que se encuentran a su alrededor intentando defender sus miserables vidas.
Y parece que surte efecto. Se lanzan contra las espadas hiriendo y mordiendo. Trozos temblorosos de carne humana es lo único que queda de su festín. El hombre de mirada de hielo suelta finalmente la cuerda que aprisiona a Nulkaiel, cayendo al suelo bajo el peso de varios orcos, desafortunadamente para él, hambrientos. Sus gritos espeluznantes llegan hasta mí, y consigo finalmente acercarme hasta él. Alejo a las bestias de él, y mi mirada se estremece ante la visión deforme que encuentro. Un blanco hueso astillado señala cada uno de los sitios donde anteriormente estuvieron sus extremidades. Se agita como un muñeco ciego. La cuenca vacía de sus ojos me indica que no sabe realmente de donde viene tanto dolor. Y grita, una y otra vez, mientras su sangre cae y va derritiendo la nieve a su alrededor, creando una tumba de nieve cada vez más profunda.
No hay piedad. Nunca la hay. Nunca la habrá. Me alejo de él, dejándolo sumido en su propio tormento. Y mientras Inglin se lleva el cuerpo malherido de Nulkaiel, nuevamente al borde de la muerte bajo mis órdenes, las trompetas llaman entonces a la retirada del enemigo para llevarse con ellos una amarga victoria.
No lo siento acercarse. Tanto tiempo acechando entre las sombras aletarga mis sentidos. Un hombre corre hacia mí, con los ojos inundados de miedo. Su espada se alza al pasar junto a mi, y se clava en mi vientre, pero él no se detiene. Sigue corriendo. Su único deseo es salir de allí con vida. No lo hará. Mi maldición le alcanza y sus rodillas hieren la nieve mientras la sangre brota como un torrente por todos los agujeros de su cuerpo.
Pero la espada esta hendida profundamente. No intento arrancarla, y torpemente me siento en la nieve. El dolor. El dolor debe ser lo que me impide razonar. Me abrazo a la espada como si la acunara, con los ojos cerrados, meciéndome una y otra vez de atrás hacia delante.
He perdido mucha sangre. Y ahora sé que nadie va a venir a buscarme. Pienso en ello tendida en la nieve, mientras copos blancos caen sobre mi cuerpo inerte. Mis ojos abiertos miran al cielo infinito, y se que pronto la única señal de mi presencia allí será la espada que emerge de mi cuerpo. El frío parece adormecer el dolor. Lo agradezco infinitamente, Mandos. Y desde lejos, sólo unas notas de una canción me encuentran.
“Y no se si estoy despierta, y no se si estoy dormida.
Sólo se que sigo viva por si piensas en volver.”