Una piedra rodó desde algún punto cercano del montón de piedras que se encontraba frente a la chimenea, y se deslizó con un golpeteo irregular hasta dar con los dedos de una mano que, lánguida, rozaba el suelo. Era una pequeña piedra negra de carbón. Normalmente las usaban para avivar el fuego que latía casi de manera constante en la chimenea, aunque preferían el tradicional uso de los bloques de madera que se encontraban
ordenadamente apilados en el exterior, adosados a la estructura de la cabaña.
Aisha se levantó de la butaca donde se encontraba, y con el cansado caminar que sólo la edad otorga, se acercó y se agachó torpemente para recoger el trozo de carbón del suelo. La piedra quebradiza crujió entre sus rugosos dedos, y un chasquido efímero se alzó en el fuego que ardía en la chimenea cuando lanzó la piedra a la vorágine de llamas.
Se giró entonces para acomodar a su paciente. Con cuidado, tomó la delicada mano entre las suyas, y la alzó sobre la cama, acomodando sobre ella las mantas que arropaban el cuerpo inconsciente. Con mano experta acarició su frente, buscando signos de fiebre bajo el paño húmedo que había colocado allí hace apenas unas horas. Volvió a humedecer la tela con agua helada y nieve. Cuando concluyó, volvió pesadamente a su sillón, y se sentó dejando descansar sus hinchados pies.
Los años no habían sido precisamente benignos con ella. Cuando cerraba los ojos podía imaginar de nuevo que sus ralos cabellos blancos volvían a brillar negros como alas de cuervo. Casi podía sentir cómo los pliegues que entrecerraban sus ojos desaparecían, y volvían a iluminar su rostro con destellos azules. Y podía ver sus manos, ahora arrugadas y ásperas, recuperar la firmeza y la fuerza de la juventud, blandiendo con presteza arco o espada. Los años no son benignos con los Atani, pensó con añoranza.
Las hazañas que había llevado a cabo en el pasado habían quedado grabadas en su memoria. Y ahora volvían una y otra vez a su mente, sólo como recuerdos apagados de un pasado glorioso, cuando la muerte parecía un mito imposible de alcanzar sino era en la batalla. Cuando la risa de sus labios escapaba continuamente como un grito de guerra y alegría de vida. Ahora, sus labios cuarteados eran una fina línea impresa en su rostro.
Y había olvidado tantas cosas como recordaba. También los años jugaban una mala pasada a su memoria. Era extraño como la memoria jugaba con sus recuerdos, conservando quizás sentimientos e imágenes brumosas de hechos que quizás quisiera recordar mejor. Y otros, aquellos que hubiera preferido borrar de su mente y de su corazón, permanecían imborrables, grabados a fuego y sangre.
La brisa de la mañana inundó la cabaña cuando la puerta se abrió con un quejido lastimero. La mujer que entró entonces era su antítesis quizás. O quizás una réplica atemporal de lo que ella fue antaño. Sus cabellos rojos recogidos entre cuerdas de cuero parecían tener vida propia y querer escapar a su encierro. Sus enormes ojos negros, perfilados entre profundas pestañas, destilaban orgullo, poder y fuerza. Su mano se posaba con fuerza sobre la empuñadura de la espada que llevaba enfundada en la cintura.
- Saludos, Señora.
- Bienvenida, Shefira. No te esperaba esta mañana.
- No pensaba venir. Pero antes de partir hacia el sur he decidido venir a pedir la bendición de la Diosa.
- No se encuentra ahora mismo en situación de bendeciros, Shefira. Tú lo sabes – señaló el camastro donde yacía su paciente.
- Lo se, pero … - Shefira se acercó a la cama con actitud reverente. Toda imagen de poder se desvaneció, y pareció una niña inquieta y temerosa - ¿Alguna vez pensaste que la encontraríamos así? – preguntó, volviendo la mirada hacia Aisha.
- Jamás – la palabra jamás sonó tajante en sus labios, sorprendiéndola a su pesar – En todos estos largos años, jamás hubiera imaginado que alguien osara siquiera herirla.
- ¿Y no significará esto algo? ¿Quizás hemos estado siguiendo un fantasma?
- Mírame, Shefira. ¿Cuántos años crees que tengo?
- Muchos, Señora. Hace tiempo que perdimos la cuenta de tus años…
- Te diré algo, Shefira. La hora de mi muerte se acerca. Longeva ha sido mi vida, casi 120 años llevo sobre estas tierras. Antes de mí, otras muchas ancianas se convirtieron en curanderas. Todas ellas sirvieron a la Diosa. Una tras otra han ido envejeciendo, y muriendo. Sólo ella sigue aquí. Eterna. Nos ha visto nacer, vivir y morir. Y nada en ella ha cambiado…
- Entiendo, Señora. Pero… quizás sea una de aquellos seres élficos. ¿Nunca habéis dudado? Negras historias se cuentan de ella, y quizás no sean más que una leyenda.
- Negras historias, sin duda. La leyenda de Nairalie ha pasado de madres a hijas, y aunque el dolor inicial ha sido sin duda suprimido, sigue siendo una negra historia. Somos lo que somos por que ella nos creo. ¿Viste el campo de batalla donde la encontramos hace tres noches?
- Lo vi. Nunca había visto nada igual… sin duda.
- ¿Recuerdas las figuras heladas que se erigían sobre la nieve?
Shëfira se estremeció.
- Las recuerdo. Parecían haber caído de rodillas sobre la nieve, pero no tenían heridas visibles… Sólo sangre cubriendo sus cuerpos…
- Entonces ahí tienes la respuesta.
- Como en la Leyenda… - asintió Shëfira, mientras un escalofrío seguía su columna vertebral.
- Como en la Leyenda – sentenció Aisha – No hemos seguido un fantasma, no ha sido fruto de nuestra imaginación. Y sin embargo, ella esta aquí… al borde de la muerte.
- Pero no va a morir.
- No va a morir. Hay una fuerza sobrenatural en ella. Cualquiera de nosotras hubiera muerto mucho antes de que la encontráramos, enterrada en la nieve, con aquella espada incrustada en sus entrañas. Pero ella sólo parecía dormida, como una estatua de hielo con los ojos abiertos contemplando un blanco infinito.
Permanecieron en silencio unos instantes. Aisha hizo ademán de levantarse de nuevo, entre grandes esfuerzos.
- Prepararé café.
- Yo debería irme ya, Señora. No te molestes... – dudó la mujer, aunque parecía que no estaba segura de desear marchar. Aún no - Estamos acosando las fuerzas enemigas hasta los límites de Taur-dîn-Tirith. Los Fauces Rojas también han hecho su trabajo. Aquí y allá encontramos restos de cadáveres. Alguno de los lobos ha caído, y a ella no le gustará saberlo.
Aisha se afanó entre ollas y cazuelas. El agua caliente humeó al verterlo en los vasos de cerámica, y el olor a café inundó la habitación.
- No le gustará, desde luego – sonrió la anciana, tendiendo un vaso a la mujer – Quizás será mejor que no lo sepa.
La mujer tendida en la cama emitió un leve gemido, presa de un sueño febril. Se agitó e intentó levantar las manos, como para protegerse de un atacante. Aisha se acercó a ella, y palpó nuevamente la frente de la mujer con la mano. Luego levantó las mantas, y retiró la cataplasma que cubría el vientre de la mujer. Afortunadamente la nieve había cauterizado bastante bien la herida, si bien las heridas internas habían tenido que ser tratadas con atención. No tenía duda de que su naturaleza era lo que la mantenía con vida. La destrucción de órganos que la espada había provocado hubiera sido imposible de paliar en cualquier otro… Pero ella iba a sobrevivir.
Colocó una nueva cataplasma de hojas, y tapó nuevamente la herida con vendas. Cambió rápidamente el paño húmedo de la frente de la mujer, y la arropó con cuidado. Parecía más tranquila cuando terminó, y Aisha se dispuso a sentarse en su butaca, emitiendo un gran suspiro de cansancio. Demasiados años. Un sorbo de café reconfortó su garganta, y Shëfira se sentó a su lado.
- Recuerdo una vez, hace muchísimos años… cuando yo aún era joven. Más o menos como tú – dijo con una sonrisa soñadora – Yo estaba al mando de mi propia compañía, pero aún no había llegado a Capitana…
- Señora, eso no es posible… - rió Shëfira – Te recuerdo como ahora desde que tengo uso de razón. Parece que el tiempo se hubiera congelado en ti. Mi madre tiene el mismo recuerdo…
- Pero es posible – porfió Aisha – Y es verdad. No siempre he tenido este aspecto arrugado que recuerdas. Pero recuerdo una vez… hace casi cien años… una incursión en el norte nos llevó a un pueblo hermoso, de calles blancas y casas de piedra blanca y gris. No necesito decirte que la blancura de esas calles quedó mancillada muy pronto. A nuestro paso brotaba la sangre en las calles… Pero hicimos prisioneros. Y eran Elfos, de noble porte y orgullosa mirada. Sin miedo, al menos eso parecía. Hasta que llegó la Diosa. Hermosa y Terrible. Cuando la miraron, muchos se echaron a temblar. Con razón, eso no lo voy a negar. El destino que les esperaba no era para menos… Pero mientras vigilaba a los prisioneros, uno de ellos calló de rodillas y cuando me acerqué a él para obligarlo a levantarse oí un plegaria de la que sólo entendí una frase: “Sálvanos de la Luz de Aman en el Fuego de Udûn”. Pasaron muchos años antes de que consiguiera darle un sentido a esa frase. Pero comprendí el miedo del hombre. Pues ella tiene la Luz de los Dioses, y la oscuridad de Udûn.
Shëfira se mantuvo en silencio, mirando el rostro sumido en el dolor de la mujer que yacía en la cama.
- ¿No sería aquel pueblo el mismo donde se dice que escapó una doncella elfa?
- El mismo. La perseguimos después, durante mucho tiempo… Pero no contaré nada más de aquello… – la anciana parecía estremecida por los recuerdos.
Shëfira asintió levemente, y se levantó. Dejó el vaso sobre una mesa y se acercó hasta la puerta.
- ¿Crees que vendrán a buscarla?
- No se por qué no la buscaron. Tampoco se por qué no la encontraron. Algo extraño hay en todo esto… pero mi entendimiento es limitado. Sólo ella debe saberlo.
- Dejaré una guardia apostada en la puerta entonces.
- Que la Diosa te bendiga, Shëfira.
- Que la Diosa te bendiga a ti también, Señora. Volveré más tarde.
Atrevidos copos de nieve entraron en la habitación aprovechando el leve resquicio que se abrió cuando Shëfira abandonó la cabaña. Aisha se echó una manta por encima, y se recostó en el sillón. Dormitaría un poco, con ese sueño ligero e inquieto propio de los años. Esos años que no habían sido generosos con ella.
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Abrió los ojos lentamente. Al principio tuvo la sensación extraña de que permanecían cerrados, pues le costó distinguir entre la oscuridad precedente y la que ahora la envolvía. Pero poco a poco las formas ligueras de las maderas del techo tomaron forma ante sus ojos. ¿Las maderas del techo? Pero de dónde… Entendió que se encontraba en una cama. ¿Pero en qué lugar? Deslizó el brazo desde dentro de las mantas que la cubrían, e intentó apoyarse en él para incorporase, pero un dolor agudo en el vientre le trajo a la memoria el dolor, e imágenes de nieve.
- No debéis moveros, Mi Señora – dijo entonces una voz entre las sombras.
Dudó un momento, y por fin preguntó con voz suave:
- ¿Aisha?
- Así es, Mi Señora. Descansad… sólo debéis descansar. Todo irá bien.
Delissë se dejó caer nuevamente sobre la cama y cerró los ojos. Ahora sabía donde estaba. Ahora sabía que todo estaba bien.