miércoles, 25 de julio de 2007

La Venganza en la Isla de la Media Luna

Cuando vine a este mundo, no pude imaginar el dolor que iba a padecer. Quizás si me hubieran dado la posibilidad de elegir, hubiera elegido simplemente no nacer. Permanecer en ese limbo extraño en el que deben permanecer los hombres, si es que existe como dicen, con el inusual don que Iluvatar nos ha concedido.

Por eso, no contaré una historia que habla de tiempos en los que fui feliz, en las verdes praderas que ocultan las montañas que rodean Earondo. Cientos de historias felices han sido contadas ya, y seguirán siendo contadas a través de las Edades del tiempo. Pero todas las historias felices tienen un final. Y el final de los tiempos de paz llegó a la Isla de Media Luna con dolor y muerte.

Y para mi historia, de un día no muy lejano, en el que las verdes praderas se mancharon de sangre. Sangre, dolor y muerte.


Quizás deba presentarme primero. Mi nombre es Rindil. Y sin contar mucho acerca de mi vida, puedo deciros sin embargo que pertenezco a la Guardia Real de Aran Fortin, de la cual mi padre es uno de sus capitanes más queridos.

Siempre le admiré. Cuando niño, podía observarle durante horas mientras llevaba a cabo la instrucción de nuevos soldados, o cuando vestía sus ropas de gala, con aquella brillante cota de malla y los símbolos de las Golondrinas bordados en el manto. Siempre quise seguir sus pasos. Apenas contaba quince años cuando conseguí entrar en la Guardia Real de la Ciudad, y desde entonces he seguido su estela, arriesgándome en las misiones más difíciles para conseguir ser el mejor a sus ojos. Ahora puedo decir que lo he conseguido.


La historia comienza con un amanecer. Un amanecer que ahora parece como una pesadilla lejana. Aquel aciago amanecer en el que las tropas nurnitas intentaron tomar La Bella, La Hermosa Ciudad de Mithril. La ciudad de Aran Fortin. Infranqueable y hermosa, escondida entre las rocas, la ciudad no cedió a los embates de la furia de las Damas de Nurn. Caro pagaron el precio de su atrevimiento, y al anochecer, los barcos nurnitas volvían a desaparecer en el horizonte, camino del estrecho de Idril. Para no volver nunca, pensé en aquel momento. Y cuánto me equivocaba.

Me encontraba entre los cientos de cuerpos mutilados apilados a las puertas de la ciudad cuando mi destino cayó sobre mí, aunque yo entonces no lo sabía… Sequé el sudor de mi frente con un trozo de mi manto desgarrado, mientras con la mano derecha sujetaba la pierna de otro menos afortunado que yo, intentando arrastrarlo a través de los cadáveres. Cuanto me equivoqué también en eso...


- ¡Rindil! – la voz de mi padre llegó desde lejos, a través del murmullo incesante que inundaba la ciudad. Solté la pierna del cuerpo que arrastraba con desgana, la cual cayó golpeando el cadáver que había debajo - ¡Rindil!

- ¡Estoy aquí padre! – grité, intentando hacer oír mi voz por encima del zumbido de las moscas. Me miró a lo lejos, y sonrió, y su sonrisa suavizó los años que curtían su rostro. Nunca olvidaré aquella sonrisa.


- Estas aquí – dijo al tiempo que llegaba hasta mí, y el alivio de saberme vivo era patente en su voz. Me abrazó, y casi sentí que me derrumbaba entre sus brazos, mientras luchaba por contener las lágrimas, emocionado con el reencuentro tras la batalla. Esa batalla en la que ambos pudimos haber muerto… Se separó de mí y me miró con ojos húmedos – Me alegro de verte, hijo.

- Yo también me alegro de veros, padre – dije, después de aclararme un poco la garganta. Entonces me fijé en la venda que cubría su brazo y parte del hombro derecho, y comprendí realmente lo afortunado que era. Pero no quise que supiera cuánto me afectaba… y sólo pude añadir una frase que sonó torpe y hueca en mis oídos – Ha sido una gran batalla…


Los ojos de mi padre se oscurecieron, mirando tras de mí los cadáveres que esperaban sepultura.

- Eso debe ser… - dijo – Pero ahora deja eso. Tengo una misión para ti…


Miré hacia atrás un segundo, y agradecí alejarme de aquella enorme tumba.

- La flota de Nurn se aleja – decía mi padre – Y la ciudad se encuentra a salvo. Pero los generales de la ciudad parecen temer un contraataque en otro punto de la isla. Han solicitado que enviemos vigías a ciertos puntos que les parecen peligrosos, en previsión del riesgo de que en un desembarco en otro punto lleguen a alguno de los pueblos de Earondo.


- Pero padre… ¡eso es imposible! – exclamé indignado - ¿Dónde podrían desembarcar y evitar la cadena de montañas que protege la isla?

- Hay cierto puntos que no conoces Rindil, que si bien son de difícil acceso, podrían ser atravesados por un grupo no muy numeroso. No creo que lo intenten. Tomar Aran Fortin llegando desde allí no creo que sea factible. Pero los generales no opinan como yo, y temen un acercamiento por esa zona. Es por eso que deseo confiarte esta misión, hijo mío.


No tuvo que añadir nada más. Mi padre intentaba alejarme de la batalla nuevamente. Tenía miedo, y he de reconocer que yo también lo tenía. Había sido mi primera batalla, y ni siquiera se acercaba a la gloria que yo había imaginado. Sólo había muerte y dolor, y la gloria era un mito fabricado para engañar a los niños. Un mito que yo había creído.

Miré a mi padre a los ojos, y asentí con la cabeza. No sentí vergüenza por querer aferrarme a la vida un poco más. Y había luchado con fiereza en la batalla. Sentí que merecía la oportunidad del descanso que esta misión, que tanto mi padre como yo veíamos como segura, me ofrecía.


Las estrellas no salieron aquella noche, quizás guardando luto en la distancia. Recorrí las verdes llanuras montado sobre mi fiel alazán. Tras de mí, a muy poca distancia, Thaled me seguía espoleando a su hermosa yegua.

Cuando nos conocimos, Thaled y yo apenas contábamos con cinco años. Recuerdo que sus padres vinieron de visita, y yo le ví a lo lejos sentado en el patio acompañado de mi aya. Se acercó a mí, y carita infantil parecía casi cómica en su solemnidad. De pie frente a mi, ví la pequeña espada de madera que llevaba en la mano, y deseé con todas mis fuerzas tener una igual que esa… Thaled me dio su espada, y luego se sentó junto a mí con una sonrisa. Desde entonces somos amigos. Y ahora sé que jamás nada podrá separarnos.


Reímos mientras las leguas quedaban atrás, como siempre metidos en una competición amistosa por llegar primero. Las luces del poblado señalaban nuestra meta, cerca de un punto de la costa accesible que mi padre me había indicado. Pasamos de largo, y acampamos al amparo de los árboles, sin encender hoguera alguna, pues no queríamos que nadie supiera de nuestra presencia allí. Y mientras uno dormitaba, el otro montaba guardia, atento a cualquier sonido sospechoso que el mar pudiera traernos. Nada pasó.

Y mi destino se cumplió con un nuevo amanecer. Un amanecer que nos sorprendió en su belleza, de intensa tonalidad violeta y anaranjada. Sonreímos sobrecogidos por el espectáculo inusual.


- ¿Una señal de esperanza? – pregunté - ¿Significará esto que algún día volverá la paz a nuestra tierra?

- Puedes creer que el mismo Iluvatar ha imaginado esta combinación de colores como señal para tus torpes ojos, Rindil – rió Thaled, siempre más realista – Pero esta guerra no ha hecho más que empezar.


Se dio la vuelta para mirarme, y su mirada pareció congelarse en un punto indefinido a través de mí. Abrió la boca para decir algo, pero no emitió sonido alguno...

- ¿Thaled? – mi voz era un susurro ahogado – Thaled, dime algo… ¿Qué te ocurre?


Su rostro parecía grabado en piedra. Tendí la mano hacia el, y la retiré de golpe. Dos lágrimas de sangre brotaron de sus ojos, surcando sus mejillas, mientras de sus labios surgía un leve sonido a borboteo que culminó en un reguero de sangre que cayó a mis pies.

- ¡Thaled! – grité, presa de la incredulidad y del miedo. Entonces sentí la punzada de dolor en mi espalda y caí de bruces en la hierba, incapaz de mover un solo músculo, ni de pronunciar palabra alguna. Pero mi mente seguía despierta. Y mis ojos podían ver… Esa era mi condena.


Thaled se convulsionaba presa de frenéticos espasmos, y finalmente cayó de rodillas frente a mí. Quise cerrar los ojos. No ver su agonía. No sentir la mía. Pero mis párpados no respondieron. Entonces comprendí la señal. A lo lejos se acercaba una mujer, como una aparición acariciada por el viento. Sentí el poder que emanaba de ella, mientras sus pies descalzos acariciaban la hierba, y su vestido negro se elevaba al cielo dejando entrever sus piernas. Un peto negro tallado de rojo apenas cubría la blancura de su pecho. Sus cabellos dorados parecían alzarse salvajes como una corona viva. Pero fueron sus ojos los que le ayudaron a comprender. Sus ojos violetas, con aquellos matices anaranjados del fuego que ardía dentro de ella.

Nunca vi imagen más bella que aquella mujer. Ojala nunca hubiera llegado a verla. Pues aquella era la Maia de Nurn, y su poder había hecho frente al mismísimo Señor de Aran Fortin.


Se acercó a ellos con una sonrisa, y tras ella llegaron un grupo de hombres, al parecer al mando de un hombre curtido, alto, de ojos negros y cabellos castaños. Parecía asombrado, mientras observaba cómo la mujer se arrodillaba ante Thaled, observándolo con curiosidad. Uno de sus delicados dedos acarició la mejilla de mi amigo, tomando una gota de sangre, y para mi sorpresa se la llevó a los labios, saboreándola.

- Saluda a Mandos de mi parte – dijo, con voz dulce. Y entonces Thaled cayó de bruces también a mi lado, y la sangre inundo la pradera, que se tiñó de rojo.


- Deberíamos seguir, Dama Yestariel – dijo el hombre que parecía estar al mando. Y mi mente repitió “Yestariel”. - ¿Qué hacemos con este? – añadió señalándome.

Un aroma a flores salvajes inundó mi mente cuando ella se acercó a mí y me miró a los ojos. Intenté decirle que acabara conmigo de una vez, que ya había sido suficiente el dolor… Quería morir. Quería la paz.


Ella en cambio rió, y acarició mis lágrimas. Lágrimas que yo no había sentido brotar.

- No ha sido suficiente – dijo entonces – Tú serás mi enviado para Telimektar. La flecha en tu espalda te mantendrá inmovilizado, al menos hasta que yo lo desee… - se levantó y se dirigió al hombre de ojos negros – Tráelo con nosotros, Durthaur. Él será testigo de nuestra venganza.


Comprendí entonces la crueldad inmensa que se ocultaba bajo aquella belleza sobrenatural. El hombre llamado Durthaur me agarró de una pierna, y me arrastró tras él cuando reemprendieron la marcha, siguiendo a la Maia. Recordé entonces la pila de cadáveres que había dejado en las puertas de Aran Fortin. Recordé cómo había arrastrado yo otros hombres de manera similar, y lo mucho que me repugnaba aquella tarea. Pero yo aún no era un cadáver. Quería gritar que estaba vivo. Encerrado en mí mismo, deseaba llorar, gritar de dolor, desahogar la pena que sentía… Pero era inútil. Un reguero de sangre que sabía que era mía nos seguía también. Sentía como mi rostro y mis manos se iban despellejando por el roce de la tierra y las piedras, y no podía hacer nada.

Nos detuvimos apenas a unos metros del poblado que todavía dormía, y sentaron mi cuerpo a los pies de un árbol. La sangre que goteaba de mi rostro destrozado caía sobre los restos de mis manos, mientras mis ojos no podían dejar de mirar el poblado. Un poblado condenado a muerte.

- Es vuestro momento, caballeros – dijo Yestariel entonces.


No describiré aquel tormento. No tengo palabras aún para describir la salvaje atrocidad que aquellos desalmados llevaron a cabo entonces. Primero fueron los gritos. Los llantos. No pude ver nada, salvo sentir el pánico que se fue apoderando de los habitantes del pueblo. Unas campanas sonaron a lo lejos, pidiendo ayuda. Pero a pesar del alivio que sentí entonces, supe que cuando llegara la ayuda ya sería tarde para ellos.

Una mujer joven salió corriendo de una de las casas, con un bebé en brazos, y el vestido desgarrado y manchado de sangre. Lloraba y corría, trastabillando y mirando atrás. Me miró, y un gritó agudo escapó de su garganta. Sus ojos eran presas del pánico, pero también de una firme determinación. Salvar a su hijo. Intenté infundirle fuerzas, a pesar de mi silencio eterno. Pero no llegó muy lejos. Durthaur apareció delante de ella, y sujetó sus cabellos elevando su rostro al cielo. Deslizó una daga por el cuello de la joven, que se abrió como una fuente dejando escapar una cascada de sangre. El llanto del bebé al caer al suelo entre los brazos de su madre fue el único sonido que acompañó su muerte como una tétrica elegía.


Y mientras poco a poco las calles fueron convertidas en ríos rojos surcados de cuerpos inertes, el silencio se fue adueñando del pueblo. Un silencio que sabía a muerte.

El sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra ahora roja precedió a la llegada de la ayuda. Yestariel se acercó a mí nuevamente, y se arrodillo junto a mi cuerpo maltrecho.


- ¿Ves ahora? A partir de ahora podrás sentir, y hablar… – susurró – Y este es legado de muerte que debes contar a tu Señor. La carne nurnita se paga a un alto precio. Dile que lo recuerde hoy cuando regrese de su matanza.

Y el dolor me inundó entonces. Ese dolor que llevaba guardado dentro de mí, en mi rostro, en mis manos, en mi espalda, y sobre todo, el dolor del alma por la muerte de Thaled. Y grité, lloré, gemí… mientras los soldados de la Guardia luchaban cuerpo a cuerpo contra los invasores. Mientras Yestariel avanzaba orgullosa ante ellos, sembrando la muerte con su espada y con sus ojos de amanecer.


Una flecha lejana alcanzó entonces a la Maia, seguida de otras más. Pude ver cómo se detenía un momento, mientras observaba incrédula la flecha clavada en su pecho, acompañada por otras alojadas en su pierna y en su hombro derecho. Las rompió con furia, y ordenó la retirada, sin dejar por ello de clavar su espada en el vientre de un soldado que se encontraba frente a ella antes de caer inconsciente por la gravedad de sus heridas.

Durthaur llegó hasta ella, y de una herida abierta en su frente caía un reguero de sangre. Tomando la frágil figura de Yestariel sobre sus hombros, se alejó del campo de batalla.


Y llegamos entonces al final de mi historia. Conseguí cerrar los ojos, y comprendí después que el dolor me había dejado inconsciente. Cuando desperté, apenas con un hilo de vida, los ojos de mi padre inundados de lágrimas me miraban incrédulos.

- Este es el legado de muerte que debes contar a tu Señor – le dije - La carne nurnita se paga a un alto precio.


Mi padre se hundió en el llanto, mientras mi cuerpo sucumbía sin una despedida. Incluso mis últimas palabras habían estado guiadas por aquella hechicera maldita, destinadas al Señor de Aran Fortín. Pero por fin llegó la paz.

La muerte me llevó entonces por los insondables pasillos de Mandos. Ahora se que Thaled y yo estaremos juntos más allá de La Muerte, pues se sienta a mi lado con una sonrisa, mientras yo cuento la historia de nuestro dolor y tormento.


Mas nos han dicho que hemos de esperar al día en que se vea cumplido el destino de Yestariel. Muchos otros esperan con nosotros, y no tenemos prisa. No me importa esperar, pues se que Thaled y yo esperaremos siempre juntos. Hasta el día en el que el Don de Iluvatar llegue hasta nosotros.

lunes, 23 de julio de 2007

Resumir unos meses


Creo que he perdido la costumbre de escribir en el Blog, y cuando eso ocurre, cuesta un mundo recuperarla. Y la verdad, me da mucho coraje, después de la paliza que me di construyendo este espacio, e intentando que fuera lo más agradable posible.

Pero cuando una se aleja tanto de la palabra escrita, después parece una misión imposible volver a plasmar en palabras su propia vida, sus pensamientos, y lo que la rodea. Y sobre todo cuando se trata de resumir en pocas palabras todo lo que representan varios meses de su vida.

No obstante trataré de hacerlo lo mejor que pueda. Y que sea lo que Erú quiera XD

Primero decir que finalmente conseguí que me despidieran de "El Corte Inglés", en una dura batalla en la que mis armas principales fueron las bajas "puteras", la insolencia, y la falta de preocupación por mi trabajo y todo lo que representaba XD Tanto Tere (compañera de batalla inseparable e inmejorable) como yo, hicimos todo lo posible por desesperar a mi jefa hasta límites insospechados, tal como ella había hecho antes con nosotras.

La victoria ha sido dulce, divertida y rentable. Las negociaciones con el Sr. Gallo, el "amabilísimo" Jefe de Personal de El Corte Inglés, fueron sobre todo, entretenidas y amenas. Desde el momento en que Tere le espetó que nos estaba tratando como clientes, hasta el día que llegamos a su despacho con una sonrisa irónica y reptiendo "Sr. Gallo, queremos daños morales". Su abogada, una tal Pilar de cuyo apellido no me acuerdo, porque su anódina y estúpida presencia no dejó una gran huella en mi persona, asumió para sí el papel del "poli malo". Un "poli" que duró un asalto, pues durante aquellas reuniones, hicimos gala de toda nuestra ironía, y del humor negro que nos caracteriza. Lo cual creo que les debió romper todos los esquemas.

Pero finalmente, firmamos. Cobramos nuestra indemnización, que contamos billete a billete delante de ellos (con frase lapidaria de Tere preguntando "¿Y cómo se que no son falsos? Que yo de esta gente no me fio...") Después de eso, llegó la tan ansiada libertad.

Aparte de eso, lo más importante ha sido el cambio de casa. Comprar piso es una tarea que puede compararse a escalar el Everest sin oxígeno. Sin oxígeno y contrareloj, y con una enorme mochila, también conocida como Sra. Hipoteca.

Primero se empieza con una búsqueda irreal del piso ideal. Ahí es donde uno empieza a darse cuenta de que lo que significa "bajo luminoso" significa en realidad que temerás el recibo de la luz por sobre todas las cosas. Allí donde uno lee "coqueto apartamento" debe entender que podrá dormir, ver la tele, comer y ducharse en la misma habitación.

Es entonces también cuando una se da cuenta de que el precio de la vivienda es inversamente proporcional al número de escalones del que consta la misma. Sobre todo teniendo en cuenta la ausencia de ascensores, el número de vecinos, y la situación geográfica de la misma.

Una puede sentir cómo le hierve la sangre cuando le hacen perder el tiempo, enseñándole un agujero mientras le dicen "que tiene muchas posibilidades". Mientras veíamos un dormitorio abuhardillado, la mujer muy amablemente nos explicaba que total, al dormitorio sólo se iba a dormir, mientras Alvaro apenas podía estar en la habitación de rodillas. Menos mal que no somos aficionados al "salto del tigre"... pero aún asi O_ô

Cuando nos estampamos con la realidad, como si fuera un muro de ladrillos, empezamos a calibrar cuál es el peso real de la Sra. Hipoteca, y qué es lo que nos podemos permitir cargar a cuestas. Es entonces cuando, por fin, vuelves de nuevo a la búsqueda dentro de los parámetros reales. Y cuando entiendes que tu piso ideal está muy lejos de tu Sra Hipoteca real.

Cuando empezamos a buscar piso, Alvaro quería algo en el centro, con al menos dos habitaciones, con la cocina independiente... Finalmente nos dimos cuenta de que teníamos que elegir entre coger el metro, o vivir en un agujero.

Finalmente, nos decidimos por el metro. Y lo encontramos. Nuestro piso. Nuestro hogar. Bueno, rectifico. Lo encontré XDDDD Mal que le pese a Alvaro, lo encontré yo :P Y empezaron las obras. Bueno, La Obra. Y después, la temida mudanza... (aquí tengo que agradecer a Elen, Tas y Tere por su ayuda inestimable, y sobre todo a Alvaro, por hacer su parte y la mía ;***) que terminó en una especie de síndrome de Diógenes, lleno de bolsas de basura llenas con nuestras pertenencias. Y pintar, y limpiar. Luchas por encontrar el "blanco luminoso". Los viajes al Ikea y al Leroy Merlin, en una especie de danza mística que consistía en comprar y devolver, comprar y devolver, y vuelta a comprar, y vuelta a devolver. Todo esto acompañados por un Alvaro desesperado, repitiendo una y otra vez "Cuando nos iremos de aquí para siempreeeeeeeeee".

La comida basura, porque estuvimos un mes entero sin cocina. El montaje de muebles del Ikea, las heridas, las tiritas de Spiderman, las manchas de pintura. El color "azul con motitas" que dejó manchurrones en las paredes. El clavo que al intentar sacarlo de la pared dejo un agujero del tamaño del metro. La pintura transparente, que en vez de pintar, borraba.

Pero todo terminó. Bueno, más o menos. Esto es una casa. Siempre quedan cosas por terminar, pero creo que después de todo, lo conseguimos. Nuestro propio hogar.

Y esto ha sido todo por hoy. Creo que ha sido un buen resumen, después de todo. Aunque no se si la palabra resumen se ajusta a la realidad XDDDDD Y después de esto, espero volver a la normalidad en el blog ;)

Bsos!!

domingo, 22 de julio de 2007

La Isla de la Media Luna


El tiempo estaba cambiando, y el invierno parecía haber descendido sobre las tierras de Eithel-Glîn repentinamente. Las mañanas aparecían cubiertas de una suave niebla, y el sol apenas era suficiente como para deshacerlas levemente en pequeños jirones que iban desapareciendo a lo largo del día.

Abandonaron la ciudad de Tyelpëosto amparados por la noche cubierta de estrellas y no miraron atrás. El hedor de la ciudad devastada los seguía, como un dedo acusador sobre el mal que habían llevado a aquellas tierras en otro tiempo hermosas. Ahora ya no quedaba nada. Sólo piedras muertas.

Mientras salían de la ciudad, Delissë paseó la mirada por el campo plagado de cabezas cercenadas que se extendía a los pies de los muros. Un cuervo parecía empeñado en arrancar a través de la carne roja del cuello una vena que le debía parecer especialmente apetitosa. Uno de los ojos del hombre, que un día mirara extasiado la belleza de la noche estrellada, pendía levemente de su cuenca. El otro permanecía todavía en su sitio, con el párpado semi cerrado, y parecía conservar una expresión de dolor inmenso. Otro cuervo aleteó grácilmente hasta él, terminó de arrancar el ojo con un picotazo que abrió la carne del hombre, y luego marchó a saborear la blanda carne muerta en un rincón.

Las aves negras bailotearon al paso del ejército de Nurn, protestando con ásperas voces al ver interrumpido el banquete. Rojo y negro parecían fundirse en uno solo, y mientras avanzaban en la noche, quedó atrás El Castigo.

--------------------

Las altas y escarpadas murallas de Eärondo ocultaban de su vista la ciudad de Aran Fortin. La isla, cubierta de una espesa niebla, parecía flotar levemente sobre el agua, y encerraba en ella una calma que sabía sólo era aparente.
La Compañía de Nurn llegaba desde Earramë, donde había robado los barcos más grandes del puerto, a sangre y fuego. Nadie había podido resistir su embate, y ahora, sin bandera visible, navegaban en pos de Aran Fortin, una ciudad con fama de infranqueable. Pero no habían sido suficientes, y muchos de ellos excedían con mucho el límite de su capacidad.

La guerra había afectado también al comercio de la zona, y eran pocos los comerciantes que se atrevían a realizar entregas en esa época. Más sabiendo la devastación que la alianza del Norte había llevado a las tierras de Eithel-Glîn. No era seguro, y ahora, el saqueo del puerto llevado a cabo por el salvaje ejército de Nurn había dado la razón a los más desconfiados.

Unos pasos tras ella anunciaron la presencia de Nulkaiel. La Señora de Nurn se había reunido con ellos en el improvisado puerto del Sîrfalle, y había traído consigo noticias del norte, del este y del sur. La ofensiva, tanto tiempo planeada, no había salido tan bien como habían esperado. Ahora, su nueva misión se encontraba en el oeste, en aquella isla donde el ejército Tercano había sido rechazado hacía pocos días, mientras ellos arrasaban con furia la capital del reino. Pero debían confiar que aquellos barcos sin bandera les abrieran el paso de la bahía, aquél que sus aliados habían encontrado cerrado.

- Los barcos de Nurn estarán llegando en estos momentos al puerto de Turelondë - dijo Nulkaiel, mientras se apoyaba en la baranda del barco. Sus cabellos de cobre ondeaban al viento, mientras miraba tras ella la flota que los seguía.

- Así debe ser - respondió Delissë entonces - Helerauko deberá darse prisa en llegar con el vampiro a Narmelost. Aunque no daría gran cosa por su vida...

- Es una raza extraña pero fuerte, quien sabe…

- Fue feroz en la batalla. Eso es más de lo que muchos podrían decir. Si muere, habrá dado la vida por algo tan grande que ni él mismo alcanzaría a comprender. Habrá dado la vida por Nurn.

Callaron un momento, escuchando el eterno rumor de las olas.

- Esta niebla es peligrosa - añadió Delissë al cabo de un rato.

- ¿Peligrosa? Esta niebla nos encubre a los ojos del enemigo… ¿o no es así?

- Los ojos del enemigo ven más allá de ella. Ya saben que venimos, y ahora temo que oculte al enemigo a nuestros ojos… - dejó flotando en el viento la última frase - Prepara tus arqueros, Nulkaiel, por que ya están aquí.

Nulkaiel miró a la maia, y sacudió la cabeza suavemente. Sabía que ella veía mucho más de lo que ningún otro podía ver, y no dudaba que tendría razón. Si había un peligro cerca, Delissë lo sabría. ¿Pero por qué no podía ser más clara? No lo pensó más y marchó a preparar a los arqueros. Sea lo que sea, pronto lo veré, se dijo a sí misma.

Delissë permaneció mirando el horizonte. Tras ellos, el resto de la flota parecía dividida. Los barcos que habían sido cargados en exceso quedaban rezagados, y eso no le gustaba en absoluto. “¡Maldita sea!”, pensó, “Si llegamos todos juntos a puerto, nos rodearán, y entonces sí que estaremos perdidos. Pero ellos han divido sus fuerzas, y todavía les sacamos ventaja en número… Quizás no sea tan malo después de todo que los barcos de Inglin hayan quedado rezagados”.

La niebla pareció rasgarse para dejar paso a una vela en el horizonte, seguida de otras muchas. Gritos de alerta resonaron de barco en barco, como un eco. Delissë se volvió para observar la reacción de Inglin. No la defraudó. Los ocho barcos de Inglin viraron, y se dirigieron a enfrentar directamente la embestida naval de la Alianza. Todavía tenían una oportunidad.

Mientras las flechas volaban de una flota a otra, grandes bolas de fuego surcaban el cielo en busca de un blanco en el agua. Pero la niebla los hacía lanzar a ciegas, y el poder de las catapultas de Aran Fortin se perdía en el agua salada.

Gritos de guerra resonaron en sus oídos, mientras veía acercarse el puerto. Cientos de orcos y hombres agitaban con furia sus armas, mientras clamaban por la sangre del enemigo, que casi podían sentir en sus labios. Muchos de ellos se lanzaron al agua, mientras lanzaban cientos de pasarelas de cuerda que aseguraban en cualquier punto del muelle, saliendo de los barcos como una riada, mientras una lluvia de flechas caía sobre ellos sin piedad alguna.

Los primeros orcos que habían llegado al muro fueron detenidos por cientos de balas de paja ardiendo que arrasaron y quemaron todo a su paso. Mientras, Nulkaiel y sus arqueros buscaban puntos más elevados en las cumbres que rodeaban la ciudad. Una flecha certera surcó el cielo del amanecer, silbando hasta llegar a ellos, y encontrado reposo en el pecho de Nulkaiel. Cayó de bruces, mientras se llevaba las manos al pecho, y luchaba por recobrar el aire.

Se incorporó lentamente, y sus ojos de miel observaron atónitos la flecha oscilante en su pecho, mientras sus labios entreabiertos luchaban por encontrar el aire que parecía escaparse a través de la herida, al mismo tiempo que la sangre que empezaba a cubrir por completo su vestido. No desistió. Con un gemido de dolor, partió la flecha, y volvió a ponerse en camino con dificultad. “Cuentan contigo”, pensó, “no puedes dejar de avanzar. No puedes dejar de responder…”

El ataque de fuego cesó y el ejército de Nurn se reagrupó nuevamente. Las puertas de la ciudad se abrieron, y el ejército de Aran Fortin avanzó entre las filas de orcos y hombres sembrando el caos a su paso. Un gran batallón de enanos defendía las puertas, y junto a ellas, pronto se agolparon cientos de miembros cercenados.

No sería suficiente. Delissë espoleó a Mirë, y avanzó sobre el enemigo, llevando consigo el terror y la muerte, insuflando en su ejército fuerzas renovadas. Desmontó de un salto, y sus llamas se alzaron frente a las puertas de la ciudad, mientras Airacil se bañaba en sangre.

Y mientras su espada danzaba al son de la muerte, Delissë buscaba a su enemigo con la mirada. Un elfo, vestido con la insignia de la Alianza se alzó ante ella, y no pudo más que sonreírle. Airacil destellaba en su mano, mientras la espada del elfo se cernía sobre ella. Paró el golpe con la espada, y el elfo se sintió confuso un instante, observando su sonrisa. Supo entonces que había alzado su espada contra alguien que estaba mucho más allá de su alcance, y que nada podía hacer para salvarse de la muerte.

Contempló la luz de Aman que se vislumbraba en los ojos de ella, oculta bajo el halo de maldad que cubría su mirada. Y tuvo un momento. Un momento para recordar a aquellos que había dejado tras las murallas de la ciudad. Un momento que le trajo la imagen dulce de su esposa, y la risa juguetona de sus hijos. Sólo fue un momento, justo antes de que la espada de la Maia se deslizará fría entre su carne. Justo antes de sentir el dolor.

La cabeza del elfo cayó rodando a sus pies, mientras su sangre todavía caliente se deslizaba a través de Airacil, goteando levemente en el suelo. Alzó la mirada, y por fin lo descubrió en la lejanía. Y él la vio a ella, y pudo ver cómo la furia hacía arder el cuerpo del Maia.

Ella rió entonces, mientras lo veía acercarse a través de la batalla. Se detuvo frente a ella, espada en mano, y sus miradas se enfrentaron durante un instante eterno, recordando quizás otros tiempos, perdidos en la memoria de ambos.

- Veo que quieres luchar contra mí. Edades incontables han pasado desde que partieras de Aman, el mal a echado raíces en tu corazón y la crueldad es solo comparable a tu belleza - dijo entonces Telimektar.

Ella permaneció en silencio, mientras el fragor de la batalla parecía apagarse tras el crepitar del fuego que ambos desprendían.

- Siempre tan amable - respondió ella con una sonrisa, mientras sus cabellos danzaban salvajes, ocultando sus ojos - Pero no quiero que te hagas falsas ilusiones, Telimektar. Sabes bien por qué estoy aquí, y la dulzura de tus palabras no evitará que la devastación de Eärondo.

- Si es lo que quieres… Lucharemos entonces, pero Aran nunca será tuya – respondió Telimektar, avanzando con furia hacia ella.

Airacil y Orion brillaron al encontrarse, y lo celebraron con un gran estruendo que golpeó la isla en sus cimientos. La tierra tembló, y las olas se levantaron furiosas al ser despertadas de su letargo, mientras en el muelle, los dos poderes de Aman se batían en duelo.

La defensa de las puertas parecía a punto de caer, y por un momento el ejército de Nurn se avalanzó sobre la ciudad. Pero sólo fue un momento, pues la bien armada caballería de Aran Fortin salió de la ciudad pasando por encima de los cadáveres que cubrían las puertas. La confusión reinó entonces entre los nurnitas, obligados a retroceder de nuevo hacia el muelle.

Pero los arqueros de Nulkaiel apostados en la cima lanzaron entonces cientos de flechas empenachadas de negro y rojo, que surcaron el aire ensañándose en hombres y bestias por igual. El relincho de los caballos heridos desgarró sus oídos, mientras hombres y orcos aprovechaban para acabar con los jinetes, desmembrando sus cuerpos en una sangrienta venganza. Ríos de sangre se deslizaron por la playa, para derramarse en el agua que lamía la orilla.

Barcos ardientes como teas iluminaban el horizonte teñido de rojo. La espuma de las olas que rompían en ellos llevaba consigo la sangre que caía de los barcos como una cascada. Inglin corría sobre la cubierta, ordenando otra vez el ataque de los arqueros apostados en ella. Cientos de flechas ardientes surcaban el aire sobre ella, en ambas direcciones.

- ¡A las velas! ¡Apuntad a las velas! – gritó con furia.

Y las velas de los barcos de Eithel-Glîn comenzaron a arder, cayendo implacables sobre la cubierta, prendiendo en su cubierta. Inglin sonrió entonces, pero su barco fue zarandeado con una fuerza indescriptible, mucho mayor que la fuerza de las olas. Paseó la mirada alrededor de sus barcos. Una extraña figura con forma femenina se alzó rápidamente golpeando uno de sus barcos, mientras arrastraba consigo a un infeliz que gritaba de terror mientras caía al agua. ¿Qué demonios…? Su mente pareció entumecerse con la duda… ¿Pero qué demonios era eso? Una mujer de cabellos rojos reía en el barco, y luego lo abandonó a la carrera, seguida por varios de los suyos, hasta su propio barco. Una gran explosión sacudió entonces el barco nurnita, lanzando virutas y trozos de madera que se incrustaron en todos aquellos que se encontraban cerca.

Inglin cerró los ojos, mientras sentía como la llamarada de fuego la golpeaba con intensidad, y la lanzaba de espaldas por la borda. Cayó en el agua semi inconsciente, y mientras se hundía en la inmensidad del mar se aferraba sólo a una idea. Venganza. Venganza. Venganza. Abrió los ojos, y pudo ver cientos de cuerpos cayendo en la muerte profunda del agua. Algo pareció asirla de repente, y sintió bajo su pecho algo firme. “Venganza... “ – musitó. Y cayó en la inconsciencia.

La tierra tembló. Una gran sacudida aturdió a ambos ejércitos, mientras el sonido de los truenos parecía retumbar en el cielo repentinamente negro que cubría la isla. Enormes olas hirvientes, altas como montañas arrasaron la costa, llevándose consigo al retirarse cientos de cuerpos abrasados. Soldados de ambos ejércitos cayeron de rodillas, suplicando piedad frente a lo que creían un castigo divino. Y Delissë supo después que fue entonces cuando perdió la batalla.

Nulkaiel, apostada en la cima del acantilado, fue alcanzada por las olas que barrían la bahía. Se volvió al sentir acercarse la enorme ola sobre ella, y el fuego hirviente que ésta traía consigo abrasó sus ojos, que se cerraron tarde al sentir el calor. El dolor lacerante que siguió la hizo caer de rodillas, incapaz de encontrar con sus manos ciegas un punto de apoyo que la retuviera en la colina, y la ola regresó nuevamente al mar, llevándose consigo el cuerpo roto en mil pedazos de la elfa.

Y ajenos a la devastación que causaban, Delissë y Telimektar combatían con furia, mientras el fuego de su propio poder incontrolado les alzaba del suelo, y sus espadas respondían a cada embate, sin descanso. Pero finalmente fueron alejados por una repentina ola de fuego, y quedaron mirándose mutuamente, con la respiración entrecortada.

- ¡Sabes tan bien como yo que nunca podrás vencerme! - dijo él, con una ira inmensa en la mirada.

- No lo sabes, Telimektar - sonrió ella, mientras su pecho subía y bajaba agitado, al compás de su respiración. El fuego que la envolvía daba a su piel un color dorado, y sus ojos parecían brillar más que nunca - Ambos fuimos concebidos como iguales en la mente de Iluvatar… ¿Por qué habrías acaso de soñar que encierras más poder que yo?

Telimektar no respondió, y se lanzó al ataque siguiendo un loco impulso. Y ella respondió de igual manera, saliendo a su encuentro. El silencio expectante fue roto por el sordo retumbar que emitieron las espadas al cruzarse en el cielo, y la oscuridad pareció diluirse un instante, pues las espadas estallaron en el aire, emitiendo miles de destellos de luz cegadora.

Delissë se sintió arrastrada en el aire, y finalmente cayó de espaldas en el suelo. Sintió un dolor profundo en el costado derecho, pero no supo reconocerlo hasta después. Se levantó, y observó como los restos de Airacil caían entre el muro de llamas que ahora separaba a ambos ejércitos. Al otro lado, Telimektar daba órdenes de retirada, y Delissë se internó en la muralla de fuego, recogiendo con reverencia los fragmentos de Airacil. Sus ojos violetas observaron la retirada del ejército enemigo, y las puertas de la ciudad se cerraron para ellos.

Se volvió entonces, ordenando el regreso, cuando sintió la sangre que corría a través del vestido. Había caído sobre una espada mellada, que se había incrustado en su cuerpo produciendo una herida bastante profunda. Suspiró entonces. Todo había sido un desastre desde el principio, y ahora sólo quedaba regresar con las manos vacías. Pero volverían. Sabía que volverían, y entonces, tal vez, la hermosa ciudad que ahora se encerraba en sí misma como un caparazón de piedra, sería suya.

Los barcos fueron cargados de heridos rápidamente, y Delissë descubrió entre ellos a Nulkaiel, con el rostro pálido y los ojos cerrados cubiertos de llagas supurantes.

- Llevadla a su camarote - ordenó - En seguida acudiré a atenderla.

“Malditos”, pensó, “Maldito seas Telimektar. Tu y todos los que te siguen conoceréis pronto el dolor, y será tan intenso que desearás haber muerto este día.”

Los barcos de Inglin permanecían extrañamente quietos en la lejanía, ahora que el mar había recuperado la calma. Pero eran pocos los que quedaban a flote. La ruina había sido total. Una barca se acercó remando veloz, y los soldados se encargaron de alzar a los heridos que habían conseguido rescatar de los naufragios. Inglin, inconsciente, fue depositada en una improvisada camilla. Se acercó a ella, y depositó un suave beso en su frente. Había estado a punto de morir ahogada, y su cuerpo, exhausto, no respondía. Su cuerpo descansaría junto al de Nulkaiel, y mientras se la llevaban, Delissë arrancó de su cuerpo la espada mellada que hasta entonces permanecía clavada en ella. Sus ojos se nublaron con el dolor, y la sangre escapó a borbotones de la herida.

“Pronto. Pronto os llegará la hora de pagar. La muerte y el llanto anegarán estas tierras, y las montañas de Eärondo se teñirán de rojo. Y buscareis la piedad en mi mano. Una piedad que no encontraréis, ni en la vida ni en la muerte”