de la garganta del sinsonte,
domingo, 25 de noviembre de 2007
Silvio Rodriguez, La Maza
de la garganta del sinsonte,
miércoles, 21 de noviembre de 2007
Jesucristo Superstar
miércoles, 14 de noviembre de 2007
Concurso Zonanegativa
martes, 13 de noviembre de 2007
El desamor
domingo, 11 de noviembre de 2007
Ocupas aéreos
sábado, 10 de noviembre de 2007
Do you speak English?
Y ya de hablarlo, mejor no hablar. Sale humo de mi cabeza cada vez que quiero decir algo, y el profe, Manuel, te mira con cara de "la que estás liando", acompañada de su famoso "Don't translate", que te deja totalmente frustrada.
Él no lo sabe, pero los alumnos intentamos acumular energía para sus clases de los lunes y los martes. Menos mal que luego Philip es más relajado. Sobre todo cuando llega el viernes y nos pone una cancioncita. Y como no somos un grupo poco ruidoso ni nada... pues poco nos falta para ponernos a cantar.
Yo creo que en cierta manera los desesperamos un poco. Somos un grupo bastante ruidoso, y extraño por decirlo de alguna manera. A Matilde le gusta "take the boss" para Pinto. María a su vez añade cosas extrañas a sus frases, "and the siguient". Beatriz y el verbo "asks" han tenido más que palabras. Alberto está empeñado en que Manuel (el profe) pronuncie bien el inglés. Cristina cree a pies juntillas que "albóndigas" en inglés se dice "bolas de carne". Y estoy segura de que Elena quiere un "Pedometer" para estas Navidades.
Eso sí, quien se lleva la palma inglesa es Jose Enrique. Él todo lo hace "by the balls", y si no sale, sólo tiene que "put the noise on the table". Eso sí, "eye with China", porque en "the informatic technology" seguro que "life is this".
Gracias a la vida
lunes, 5 de noviembre de 2007
Adiós mi niña
domingo, 30 de septiembre de 2007
Las Puertas de Fuego - Curufarnë
- Debo agradecerte que salvaras mi vida – las palabras de Nulkaiel llegan hasta mí, mientras se recuesta sobre uno de los sillones revestidos de cuero situados junto al fuego que arde en el centro de mi tienda. Y sorprendida como nunca, alzo los ojos del mapa que estoy mirando.
- ¿No supondrías acaso que iba a dejarte morir, Nulkaiel? La traición es una cualidad que cada día prolifera más en nuestro reino, pero nada más lejos de mi intención.
Me mira con una enigmática sonrisa. Los días que han pasado desde que abandonara la Compañía de la Muerte Susurrante han borrado magistralmente las huellas del fuego en sus ojos y en su cuerpo. Pero no hay dulzura en sus ojos de color miel. Es raro… nunca la ha habido, y ahora reparo en ello como si fuera la primera vez. Y ella no dice nada. Se queda muda, mientras sujeta indolente un mechón rojizo entre sus dedos, que se desliza como si fuera un pequeño reguero de sangre.
- Veo que sí lo has pensado – añado mi frase sin emoción alguna, y vuelvo a concentrar mi mirada en el mapa que cada vez se torna más oscuro a mis ojos. En ese mismo momento me doy cuenta de cuánto han afectado las intrigas nurnitas a la relación entre los mismos Señores del Clan. Intrigas que yo misma he ayudado a crear, y que han estado a punto de llevarme al borde de la muerte. Nuevamente. - ¿Quién ha dado las órdenes para el traslado de Durthaur esta vez? – pregunto, sin dar importancia ni a sus sospechas ni a las mías. Y no tengo que mirarla para saber que mi indiferencia parece sorprenderla a ella también.
- A veces me sorprende que hagas preguntas de las cuales ya sabes la respuesta, Yestariel. Pero ya que lo preguntas, te diré que ha sido Arattalion mismo, y que nuevamente, no ha dado razón alguna para ello.
Sonrío. Sabía muy bien la respuesta antes de formularla, y también se las razones que han llevado a ese cambio. Una mirada fugaz y me aseguro de que realmente Nulkaiel no está al tanto del atentado en Orod Oiolossë, y que no me miente. Quizás si consiguiera confiar en ella, pudiera darse de nuevo un acercamiento entre nosotras. Ella ha puesto nuevamente su vida bajo mis órdenes. Después de todo, es posible… Pero no llega a salir palabra alguna de mis labios. Un súbito movimiento en la entrada de la tienda detiene mis palabras.
Inglin parece traer consigo un cambio en el tiempo. La tienda se agita entera, sacudida por un fuerte viento, mientras deja caer un sobre cerrado delante de mí.
- Es un mensaje urgente. Acaba de llegar desde Narmelost.
Mis manos se mueven ágiles sobre el papel, y mis ojos se deslizan frenéticamente sobre las líneas entintadas, mientras Inglin se sienta junto a Nulkaiel esperando noticias. Pero no hay nada que yo hubiera esperado leer. Los trazos fuertes y regulares son de Arattalion. Esperaba noticias suyas, pero no éstas. Mis ojos apenas pueden dar crédito a lo que leen, y las miradas interrogantes de Nulkaiel e Inglin me animan a leer nuevamente. Esta vez en voz alta:
Señora de la Noche Estrellada,
No hay estrellas a estas horas que iluminen el camino hacia Nurn. Narmelost esta siendo asediada, y aunque tanto tú como yo sabemos que no la dejaremos caer, un numeroso ejército se encuentra apostado ante nuestras puertas, liderados por el mismísimo Rey de Valle. ¡Loco insensato! Pues locura debe ser y no otra cosa, la que le ha empujado a llegar hasta aquí, y desafiarnos en nuestra tierra. Tierra negra, pero tierra amada. Tierra roja teñida de la sangre de muchos otros que antes que él cayeron en su misma locura. Ahora su sangre teñirá también nuestra tierra.
Y mientras tanto, en el sur, nuestros aliados de la tierra de los sauces han decidido retirarse de la guerra. Esta guerra que les ha llevado poco a poco a la destrucción. No necesito decirte lo que supone para nosotros esta retirada. Tú lo sabes bien. Llega un nuevo equilibrio a Haldanóri, y ahora la balanza tiembla ligeramente en manos del azar.
Oscuras son las noticias que recibes de mis manos, mas no es mi intención únicamente anunciarte las desdichas de la guerra, aún cuando todavía no hay noticias de nuestro ejército apostado frente a la Ciudad del Dragón. Pero debes partir al norte de inmediato, pues hemos tenido noticias de que una compañía de Eithel Glîn se dirige nuevamente a nuestras tierras, y creemos que intentará apoderarse de Curufarné. Es posible que sepan que nuestro potencial bélico depende de las fraguas de esta ciudad, y nada más cercano a la realidad. Curufarné es vital para nosotros. Debéis interceptarlos, y destruirlos.
Se que puedo confiar en ti. Que puedo confiar en todas vosotras. Sólo espero que el azar haga caer la balanza a nuestro favor, y podamos olvidar la oscuridad de estas líneas.
Arattalion
Señor de Nurn
La carta se desliza entre mis dedos, quedándose suspendida en el aire un instante, y cae suavemente sobre la mesa. Pero es Inglin la primera en conseguir articular palabra.
- ¡No puedo creer que esos malditos sauces se hayan retirado! Después de todo lo que hemos hecho por ellos… ¡Como mínimo debería considerarse traición! – su rostro normalmente pálido ha enrojecido por la ira, y se levanta como si tuviera ante sus ojos a los dirigentes del Concilio, dispuestos para ser ajusticiados.
- Reserva tu ira para la batalla, Inglin – me levanto, y me acerco a ellas despacio. Las ideas se agolpan en mi mente, y creo que tengo demasiadas cosas en la cabeza – No hace falta ni decir que todas sabíamos que esto ocurriría tarde o temprano. Y lamentarnos no nos servirá de nada.
- Nurn sabe valerse por sus propios medios.
La frase de Nulkaiel me acerca un poco a la realidad. Por que tiene razón. Debe tener razón. Y esa frase hace caer por un momento la oscuridad que teme mi mente.
- Así debe ser – añado, sin dudarlo un instante – Preparadlo todo. Partimos de inmediato. Largas leguas nos separan de Nanda Girith, y no sabemos siquiera cuánta ventaja nos lleva la compañía de la Alianza.
- ¿Crees que llegaremos a tiempo? – pregunta Inglin acercándose a la entrada.
- Se que llegaremos a tiempo – le respondo, mientras vuelvo a acercarme a la mesa y comienzo a recoger mapas y cartas. Pero no puedo ver más, y eso no es buena señal. No lo es.
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Perseguimos el invierno y a medida que nuestro avance hacia el Norte va cumpliendo con las leguas debidas, se hace cada vez más intenso el frío y la nieve. Las copas de los árboles albergan pequeños nidos blancos en la lejanía. Pero las amplias llanuras de Lad Echor se han convertido en una capa uniforme de nieve que dificulta nuestro avance.
No deseamos atravesar Minas Gwaeren, y hemos rodeado la ciudad para atravesar el témpano helado que antaño fuera la alegre corriente del Ninrûth, para después seguir el curso del Ninberêk para adentrarnos por fin en Taur-dîn-Tirith. El bosque, silencioso como nunca, no nos da pista alguna acerca de aquellos a los que perseguimos, pero la cercanía de nuestra tierra presta ligereza a nuestros pies y a nuestros corazones.
Lejanos parecen ahora los días de la destrucción de Barad Avathael. Mucho más lejana si cabe la desolación de Tyelpëosto, donde la crueldad de nuestra compañía dejo un recuerdo siniestro.
Los campos sembrados del valle de Nanda Girith parecen desolados también. Aldamorna hace tiempo que ha partido, y ahora parecen más estremecidos que nunca.
Apenas cruzamos las aguas heladas de Nen Girith cuando diviso a lo lejos la presa que perseguimos. Apostados frente a Curufarnë, la compañía de la Alianza todavía no ha iniciado el ataque, y el saber que llegamos a tiempo renueva nuestras esperanzas.
Iniciamos el ataque. Los caballos se lanzan en una carrera desenfrenada, mientras sus jinetes apenas podemos esperar por llegar a la meta. Una lluvia de flecha intenta frenar nuestro avance. Los caballos a mí alrededor se encabritan y caen, llevándose el valor de sus jinetes consigo. Pero no me detengo. He visto esa imagen tantas veces…, y no dejo de avanzar mientras mis ojos intentan distinguir la línea de defensa enemiga.
Avanzo. Por un momento parece que es la misma línea del horizonte la que se acerca a mí, acosándome sin piedad. Un fuerte viento agita los copos de nieve que caen ante mis ojos y barre la nieve que parece fluctuar como un blanco mar. Una nueva lluvia de flechas surca el aire, intentado vencer la fuerza del viento, y frente al enemigo se establece una línea roja que precede un grupo de cuerpos caídos en posturas imposibles.
Inglin ha reaccionado. Confío en ella y en sus arqueros, mientras lanzan con furia sus flechas empenachadas de rojo y negro. Y por fin llego a cruzarme con la línea enemiga. Airacil se entretiene demasiado tiempo, prisionera en la carne del primer hombre que ha herido, y desciendo de Miré para empujar el cuerpo con el pie y liberar mi espada. No tengo que buscar demasiado para encontrar sangre nueva. Airacil danza ante mis ojos sesgando miembros de manera frenética. Un chorro de sangre salpica mi rostro, cegándome un instante, mientras a mi alrededor el sonido de las espadas parece estallar una y otra vez.
La batalla se detiene para mí. Busco con la mirada a Inglin, pero no la encuentro. Esquivo con presteza el ataque de uno de los enormes Ents que acompaña al enemigo, y vuelvo mi mirada hacia él. No puedo dañarlo. No puedo. Me alejo de él sintiendo un gran pesar en el corazón.
No siento lástima por aquellos que se cruzan en mi camino. Los más afortunados son atravesados por mi espada. Los menos, caen rendidos a mis pies mientras la sangre de sus venas escapa al control de su cuerpo, y quedan esparcidos en el campo de batalla formando horribles fuentes rojas.
A lo lejos diviso por fin a Inglin. Una flecha sobresale de forma antinatural de su pierna, pero sigue luchando. La vida le va en ello. No dejará de luchar.
Y entre los gritos de dolor que se alzan en el campo de batalla, llegan también gritos de venganza. “¡Tyelpëosto!”, gritan una y otra vez. Un hombre se acerca a mí corriendo. En sus ojos veo el placer de la venganza. “¡Por los caídos de Tyelpëosto!” Alza su espada frente a mí, y Airacil se alza rápida para detener su avance. Su cuerpo cae fulminado, y su cabeza rebota sobre la nieve roja, y rueda hasta llegar a los pies de un árbol. Sus ojos vacíos me miran. “Estas muy lejos de Tyelpëosto”.
Al girarme descubro a Nulkaiel. Una cuerda atada a su garganta la oprime de manera salvaje, y se aferra a ella buscando el aire que comienza a faltar en sus pulmones. Intento acercarme a ella, pero una y otra vez se interponen en mi camino. Un hombre de mirada de hielo tira de la cuerda, mientras muchos otros hieren su cuerpo una y otra vez con espadas y cuchillos. Me mira. No puede gritar mientras las fuerzas la abandonan, acompañadas del aire y la sangre de su cuerpo. Y lanzo un grito de rabia en su lugar, mientras me lanzo desesperadamente al ataque.
- ¡Defended a la Señora, malditos! – les grito al montón de orcos inútiles que se encuentran a su alrededor intentando defender sus miserables vidas.
Y parece que surte efecto. Se lanzan contra las espadas hiriendo y mordiendo. Trozos temblorosos de carne humana es lo único que queda de su festín. El hombre de mirada de hielo suelta finalmente la cuerda que aprisiona a Nulkaiel, cayendo al suelo bajo el peso de varios orcos, desafortunadamente para él, hambrientos. Sus gritos espeluznantes llegan hasta mí, y consigo finalmente acercarme hasta él. Alejo a las bestias de él, y mi mirada se estremece ante la visión deforme que encuentro. Un blanco hueso astillado señala cada uno de los sitios donde anteriormente estuvieron sus extremidades. Se agita como un muñeco ciego. La cuenca vacía de sus ojos me indica que no sabe realmente de donde viene tanto dolor. Y grita, una y otra vez, mientras su sangre cae y va derritiendo la nieve a su alrededor, creando una tumba de nieve cada vez más profunda.
No hay piedad. Nunca la hay. Nunca la habrá. Me alejo de él, dejándolo sumido en su propio tormento. Y mientras Inglin se lleva el cuerpo malherido de Nulkaiel, nuevamente al borde de la muerte bajo mis órdenes, las trompetas llaman entonces a la retirada del enemigo para llevarse con ellos una amarga victoria.
No lo siento acercarse. Tanto tiempo acechando entre las sombras aletarga mis sentidos. Un hombre corre hacia mí, con los ojos inundados de miedo. Su espada se alza al pasar junto a mi, y se clava en mi vientre, pero él no se detiene. Sigue corriendo. Su único deseo es salir de allí con vida. No lo hará. Mi maldición le alcanza y sus rodillas hieren la nieve mientras la sangre brota como un torrente por todos los agujeros de su cuerpo.
Pero la espada esta hendida profundamente. No intento arrancarla, y torpemente me siento en la nieve. El dolor. El dolor debe ser lo que me impide razonar. Me abrazo a la espada como si la acunara, con los ojos cerrados, meciéndome una y otra vez de atrás hacia delante.
He perdido mucha sangre. Y ahora sé que nadie va a venir a buscarme. Pienso en ello tendida en la nieve, mientras copos blancos caen sobre mi cuerpo inerte. Mis ojos abiertos miran al cielo infinito, y se que pronto la única señal de mi presencia allí será la espada que emerge de mi cuerpo. El frío parece adormecer el dolor. Lo agradezco infinitamente, Mandos. Y desde lejos, sólo unas notas de una canción me encuentran.
“Y no se si estoy despierta, y no se si estoy dormida.
Sólo se que sigo viva por si piensas en volver.”
miércoles, 25 de julio de 2007
La Venganza en la Isla de la Media Luna
Por eso, no contaré una historia que habla de tiempos en los que fui feliz, en las verdes praderas que ocultan las montañas que rodean Earondo. Cientos de historias felices han sido contadas ya, y seguirán siendo contadas a través de las Edades del tiempo. Pero todas las historias felices tienen un final. Y el final de los tiempos de paz llegó a la Isla de Media Luna con dolor y muerte.
Y para mi historia, de un día no muy lejano, en el que las verdes praderas se mancharon de sangre. Sangre, dolor y muerte.
Quizás deba presentarme primero. Mi nombre es Rindil. Y sin contar mucho acerca de mi vida, puedo deciros sin embargo que pertenezco a la Guardia Real de Aran Fortin, de la cual mi padre es uno de sus capitanes más queridos.
Siempre le admiré. Cuando niño, podía observarle durante horas mientras llevaba a cabo la instrucción de nuevos soldados, o cuando vestía sus ropas de gala, con aquella brillante cota de malla y los símbolos de las Golondrinas bordados en el manto. Siempre quise seguir sus pasos. Apenas contaba quince años cuando conseguí entrar en la Guardia Real de la Ciudad, y desde entonces he seguido su estela, arriesgándome en las misiones más difíciles para conseguir ser el mejor a sus ojos. Ahora puedo decir que lo he conseguido.La historia comienza con un amanecer. Un amanecer que ahora parece como una pesadilla lejana. Aquel aciago amanecer en el que las tropas nurnitas intentaron tomar La Bella, La Hermosa Ciudad de Mithril. La ciudad de Aran Fortin. Infranqueable y hermosa, escondida entre las rocas, la ciudad no cedió a los embates de la furia de las Damas de Nurn. Caro pagaron el precio de su atrevimiento, y al anochecer, los barcos nurnitas volvían a desaparecer en el horizonte, camino del estrecho de Idril. Para no volver nunca, pensé en aquel momento. Y cuánto me equivocaba.
Me encontraba entre los cientos de cuerpos mutilados apilados a las puertas de la ciudad cuando mi destino cayó sobre mí, aunque yo entonces no lo sabía… Sequé el sudor de mi frente con un trozo de mi manto desgarrado, mientras con la mano derecha sujetaba la pierna de otro menos afortunado que yo, intentando arrastrarlo a través de los cadáveres. Cuanto me equivoqué también en eso...- ¡Rindil! – la voz de mi padre llegó desde lejos, a través del murmullo incesante que inundaba la ciudad. Solté la pierna del cuerpo que arrastraba con desgana, la cual cayó golpeando el cadáver que había debajo - ¡Rindil!
- ¡Estoy aquí padre! – grité, intentando hacer oír mi voz por encima del zumbido de las moscas. Me miró a lo lejos, y sonrió, y su sonrisa suavizó los años que curtían su rostro. Nunca olvidaré aquella sonrisa.- Estas aquí – dijo al tiempo que llegaba hasta mí, y el alivio de saberme vivo era patente en su voz. Me abrazó, y casi sentí que me derrumbaba entre sus brazos, mientras luchaba por contener las lágrimas, emocionado con el reencuentro tras la batalla. Esa batalla en la que ambos pudimos haber muerto… Se separó de mí y me miró con ojos húmedos – Me alegro de verte, hijo.
- Yo también me alegro de veros, padre – dije, después de aclararme un poco la garganta. Entonces me fijé en la venda que cubría su brazo y parte del hombro derecho, y comprendí realmente lo afortunado que era. Pero no quise que supiera cuánto me afectaba… y sólo pude añadir una frase que sonó torpe y hueca en mis oídos – Ha sido una gran batalla…Los ojos de mi padre se oscurecieron, mirando tras de mí los cadáveres que esperaban sepultura.
- Eso debe ser… - dijo – Pero ahora deja eso. Tengo una misión para ti…Miré hacia atrás un segundo, y agradecí alejarme de aquella enorme tumba.
- La flota de Nurn se aleja – decía mi padre – Y la ciudad se encuentra a salvo. Pero los generales de la ciudad parecen temer un contraataque en otro punto de la isla. Han solicitado que enviemos vigías a ciertos puntos que les parecen peligrosos, en previsión del riesgo de que en un desembarco en otro punto lleguen a alguno de los pueblos de Earondo.- Pero padre… ¡eso es imposible! – exclamé indignado - ¿Dónde podrían desembarcar y evitar la cadena de montañas que protege la isla?
- Hay cierto puntos que no conoces Rindil, que si bien son de difícil acceso, podrían ser atravesados por un grupo no muy numeroso. No creo que lo intenten. Tomar Aran Fortin llegando desde allí no creo que sea factible. Pero los generales no opinan como yo, y temen un acercamiento por esa zona. Es por eso que deseo confiarte esta misión, hijo mío.No tuvo que añadir nada más. Mi padre intentaba alejarme de la batalla nuevamente. Tenía miedo, y he de reconocer que yo también lo tenía. Había sido mi primera batalla, y ni siquiera se acercaba a la gloria que yo había imaginado. Sólo había muerte y dolor, y la gloria era un mito fabricado para engañar a los niños. Un mito que yo había creído.
Miré a mi padre a los ojos, y asentí con la cabeza. No sentí vergüenza por querer aferrarme a la vida un poco más. Y había luchado con fiereza en la batalla. Sentí que merecía la oportunidad del descanso que esta misión, que tanto mi padre como yo veíamos como segura, me ofrecía.Las estrellas no salieron aquella noche, quizás guardando luto en la distancia. Recorrí las verdes llanuras montado sobre mi fiel alazán. Tras de mí, a muy poca distancia, Thaled me seguía espoleando a su hermosa yegua.
Cuando nos conocimos, Thaled y yo apenas contábamos con cinco años. Recuerdo que sus padres vinieron de visita, y yo le ví a lo lejos sentado en el patio acompañado de mi aya. Se acercó a mí, y carita infantil parecía casi cómica en su solemnidad. De pie frente a mi, ví la pequeña espada de madera que llevaba en la mano, y deseé con todas mis fuerzas tener una igual que esa… Thaled me dio su espada, y luego se sentó junto a mí con una sonrisa. Desde entonces somos amigos. Y ahora sé que jamás nada podrá separarnos.Reímos mientras las leguas quedaban atrás, como siempre metidos en una competición amistosa por llegar primero. Las luces del poblado señalaban nuestra meta, cerca de un punto de la costa accesible que mi padre me había indicado. Pasamos de largo, y acampamos al amparo de los árboles, sin encender hoguera alguna, pues no queríamos que nadie supiera de nuestra presencia allí. Y mientras uno dormitaba, el otro montaba guardia, atento a cualquier sonido sospechoso que el mar pudiera traernos. Nada pasó.
Y mi destino se cumplió con un nuevo amanecer. Un amanecer que nos sorprendió en su belleza, de intensa tonalidad violeta y anaranjada. Sonreímos sobrecogidos por el espectáculo inusual.- ¿Una señal de esperanza? – pregunté - ¿Significará esto que algún día volverá la paz a nuestra tierra?
- Puedes creer que el mismo Iluvatar ha imaginado esta combinación de colores como señal para tus torpes ojos, Rindil – rió Thaled, siempre más realista – Pero esta guerra no ha hecho más que empezar.Se dio la vuelta para mirarme, y su mirada pareció congelarse en un punto indefinido a través de mí. Abrió la boca para decir algo, pero no emitió sonido alguno...
- ¿Thaled? – mi voz era un susurro ahogado – Thaled, dime algo… ¿Qué te ocurre?Su rostro parecía grabado en piedra. Tendí la mano hacia el, y la retiré de golpe. Dos lágrimas de sangre brotaron de sus ojos, surcando sus mejillas, mientras de sus labios surgía un leve sonido a borboteo que culminó en un reguero de sangre que cayó a mis pies.
- ¡Thaled! – grité, presa de la incredulidad y del miedo. Entonces sentí la punzada de dolor en mi espalda y caí de bruces en la hierba, incapaz de mover un solo músculo, ni de pronunciar palabra alguna. Pero mi mente seguía despierta. Y mis ojos podían ver… Esa era mi condena.Thaled se convulsionaba presa de frenéticos espasmos, y finalmente cayó de rodillas frente a mí. Quise cerrar los ojos. No ver su agonía. No sentir la mía. Pero mis párpados no respondieron. Entonces comprendí la señal. A lo lejos se acercaba una mujer, como una aparición acariciada por el viento. Sentí el poder que emanaba de ella, mientras sus pies descalzos acariciaban la hierba, y su vestido negro se elevaba al cielo dejando entrever sus piernas. Un peto negro tallado de rojo apenas cubría la blancura de su pecho. Sus cabellos dorados parecían alzarse salvajes como una corona viva. Pero fueron sus ojos los que le ayudaron a comprender. Sus ojos violetas, con aquellos matices anaranjados del fuego que ardía dentro de ella.
Nunca vi imagen más bella que aquella mujer. Ojala nunca hubiera llegado a verla. Pues aquella era la Maia de Nurn, y su poder había hecho frente al mismísimo Señor de Aran Fortin.Se acercó a ellos con una sonrisa, y tras ella llegaron un grupo de hombres, al parecer al mando de un hombre curtido, alto, de ojos negros y cabellos castaños. Parecía asombrado, mientras observaba cómo la mujer se arrodillaba ante Thaled, observándolo con curiosidad. Uno de sus delicados dedos acarició la mejilla de mi amigo, tomando una gota de sangre, y para mi sorpresa se la llevó a los labios, saboreándola.
- Saluda a Mandos de mi parte – dijo, con voz dulce. Y entonces Thaled cayó de bruces también a mi lado, y la sangre inundo la pradera, que se tiñó de rojo.- Deberíamos seguir, Dama Yestariel – dijo el hombre que parecía estar al mando. Y mi mente repitió “Yestariel”. - ¿Qué hacemos con este? – añadió señalándome.
Un aroma a flores salvajes inundó mi mente cuando ella se acercó a mí y me miró a los ojos. Intenté decirle que acabara conmigo de una vez, que ya había sido suficiente el dolor… Quería morir. Quería la paz.Ella en cambio rió, y acarició mis lágrimas. Lágrimas que yo no había sentido brotar.
- No ha sido suficiente – dijo entonces – Tú serás mi enviado para Telimektar. La flecha en tu espalda te mantendrá inmovilizado, al menos hasta que yo lo desee… - se levantó y se dirigió al hombre de ojos negros – Tráelo con nosotros, Durthaur. Él será testigo de nuestra venganza.Comprendí entonces la crueldad inmensa que se ocultaba bajo aquella belleza sobrenatural. El hombre llamado Durthaur me agarró de una pierna, y me arrastró tras él cuando reemprendieron la marcha, siguiendo a la Maia. Recordé entonces la pila de cadáveres que había dejado en las puertas de Aran Fortin. Recordé cómo había arrastrado yo otros hombres de manera similar, y lo mucho que me repugnaba aquella tarea. Pero yo aún no era un cadáver. Quería gritar que estaba vivo. Encerrado en mí mismo, deseaba llorar, gritar de dolor, desahogar la pena que sentía… Pero era inútil. Un reguero de sangre que sabía que era mía nos seguía también. Sentía como mi rostro y mis manos se iban despellejando por el roce de la tierra y las piedras, y no podía hacer nada.
Nos detuvimos apenas a unos metros del poblado que todavía dormía, y sentaron mi cuerpo a los pies de un árbol. La sangre que goteaba de mi rostro destrozado caía sobre los restos de mis manos, mientras mis ojos no podían dejar de mirar el poblado. Un poblado condenado a muerte.
- Es vuestro momento, caballeros – dijo Yestariel entonces.No describiré aquel tormento. No tengo palabras aún para describir la salvaje atrocidad que aquellos desalmados llevaron a cabo entonces. Primero fueron los gritos. Los llantos. No pude ver nada, salvo sentir el pánico que se fue apoderando de los habitantes del pueblo. Unas campanas sonaron a lo lejos, pidiendo ayuda. Pero a pesar del alivio que sentí entonces, supe que cuando llegara la ayuda ya sería tarde para ellos.
Una mujer joven salió corriendo de una de las casas, con un bebé en brazos, y el vestido desgarrado y manchado de sangre. Lloraba y corría, trastabillando y mirando atrás. Me miró, y un gritó agudo escapó de su garganta. Sus ojos eran presas del pánico, pero también de una firme determinación. Salvar a su hijo. Intenté infundirle fuerzas, a pesar de mi silencio eterno. Pero no llegó muy lejos. Durthaur apareció delante de ella, y sujetó sus cabellos elevando su rostro al cielo. Deslizó una daga por el cuello de la joven, que se abrió como una fuente dejando escapar una cascada de sangre. El llanto del bebé al caer al suelo entre los brazos de su madre fue el único sonido que acompañó su muerte como una tétrica elegía.Y mientras poco a poco las calles fueron convertidas en ríos rojos surcados de cuerpos inertes, el silencio se fue adueñando del pueblo. Un silencio que sabía a muerte.
El sonido de los cascos de los caballos sobre la tierra ahora roja precedió a la llegada de la ayuda. Yestariel se acercó a mí nuevamente, y se arrodillo junto a mi cuerpo maltrecho.- ¿Ves ahora? A partir de ahora podrás sentir, y hablar… – susurró – Y este es legado de muerte que debes contar a tu Señor. La carne nurnita se paga a un alto precio. Dile que lo recuerde hoy cuando regrese de su matanza.
Y el dolor me inundó entonces. Ese dolor que llevaba guardado dentro de mí, en mi rostro, en mis manos, en mi espalda, y sobre todo, el dolor del alma por la muerte de Thaled. Y grité, lloré, gemí… mientras los soldados de la Guardia luchaban cuerpo a cuerpo contra los invasores. Mientras Yestariel avanzaba orgullosa ante ellos, sembrando la muerte con su espada y con sus ojos de amanecer.Una flecha lejana alcanzó entonces a la Maia, seguida de otras más. Pude ver cómo se detenía un momento, mientras observaba incrédula la flecha clavada en su pecho, acompañada por otras alojadas en su pierna y en su hombro derecho. Las rompió con furia, y ordenó la retirada, sin dejar por ello de clavar su espada en el vientre de un soldado que se encontraba frente a ella antes de caer inconsciente por la gravedad de sus heridas.
Durthaur llegó hasta ella, y de una herida abierta en su frente caía un reguero de sangre. Tomando la frágil figura de Yestariel sobre sus hombros, se alejó del campo de batalla.Y llegamos entonces al final de mi historia. Conseguí cerrar los ojos, y comprendí después que el dolor me había dejado inconsciente. Cuando desperté, apenas con un hilo de vida, los ojos de mi padre inundados de lágrimas me miraban incrédulos.
- Este es el legado de muerte que debes contar a tu Señor – le dije - La carne nurnita se paga a un alto precio.Mi padre se hundió en el llanto, mientras mi cuerpo sucumbía sin una despedida. Incluso mis últimas palabras habían estado guiadas por aquella hechicera maldita, destinadas al Señor de Aran Fortín. Pero por fin llegó la paz.
La muerte me llevó entonces por los insondables pasillos de Mandos. Ahora se que Thaled y yo estaremos juntos más allá de La Muerte, pues se sienta a mi lado con una sonrisa, mientras yo cuento la historia de nuestro dolor y tormento.Mas nos han dicho que hemos de esperar al día en que se vea cumplido el destino de Yestariel. Muchos otros esperan con nosotros, y no tenemos prisa. No me importa esperar, pues se que Thaled y yo esperaremos siempre juntos. Hasta el día en el que el Don de Iluvatar llegue hasta nosotros.