domingo, 1 de febrero de 2009

La Caida de Caras Aelin

No deseo la victoria.
La victoria es siempre pasajera,
No queda después sino la muerte,
El regocijo; el gozo falso de la vida;
Una hierba caída sobre el hombro,
Un refugio que aguarda su retorno,
Un escondido llanto después de la
Batalla y la victoria.
No deseo la victoria ni la muerte,
No deseo la derrota ni la vida.

Mis ojos vidriosos contemplan mi propia muerte, reflejada en los ojos de otro cadáver que yace frente a mí. No concibo ya como propio el rostro ceniciento, ni los labios ensangrentados. Ni la mirada muerta, ni la respiración ausente. Y no sé si lo que veo en aquél es mi reflejo, o si lo miro a él, y mi muerte imita la suya. Un velo de negrura ha caído sobre mis ojos, y aún así, el campo de batalla se exhibe ante mí sin pudor, sin vergüenza propia o ajena. Y exhibe mi muerte, y la muerte de aquél, y la de otro más allá de éste. Escena macabra sería para mí, sino estuviera ya preso de la Muerte..

Pero la Muerte no distingue en su dispensa. Igual que vino a mí, llegó a mi enemigo. Ahora, nuestros brazos entrelazados ya no se alzan con odio, ni esgrimen la Muerte traicionera.

Cuenta la leyenda que ni siquiera las estrellas quisieron ser testigo de tanta muerte. Que cubrieron sus ojos con grandes velos de nubes, y que éstas lloraron amargas lágrimas, que fluyeron como torrentes sobre la tierra y la piedra. Y que la ira de la muerte injusta se conjuró en ellas. La voz de Ilúvatar se oyó en cada trueno. Y rayos de ira hirieron el cielo.

Porque nunca hasta esa noche hubo de llorar Árador tanta muerte. Y toda esperanza de paz se volvió vana.

Ahora nadie recuerda cómo surgió el odio. Un día lo supimos, no lo dudo. Ahora simplemente ha caído en el olvido. Quizás los grandes señores de ambos pueblos conserven acaso la memoria intacta. Quizás ellos puedan responder nuestra eterna pregunta. Por qué morimos.

¿Pero acaso nos consolaría saber que nuestra muerte tuvo razón alguna? ¿Suplirían las razones los abrazos jamás recibidos, los besos jamás otorgados? ¿Suplirían el amor de mi madre y de mi padre, de mi hermano y de mi hermana? ¿Suplirían el dulce aroma de mi amada yaciendo junto a mí en el lecho? ¿Sus caricias? ¿Sus besos? ¿Sus gemidos de amor lanzados a mi oído? ¿Los hijos que nunca pudo darme?

Ni siquiera la Muerte ha conseguido darme razón alguna. Simplemente me llevó con ella, como a tantos otros aquella noche. Mil y una veces nos hemos vuelto hacia ella suplicando una razón. Mil y una veces se ha encogido de hombros, y su sonrisa helada ha sido la única respuesta.
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Cuenta la leyenda que ni siquiera las estrellas quisieron ser testigo de tanta muerte. Pero la batalla aciaga comenzó al atardecer, y el sol aún brillaba en el cielo. La Barca de Arien descendía ya imperturbable, como en todos los días por venir hasta la Última Batalla. Pero las primeras nubes se acercaban tenues, lúgubres. Silenciosas. Y mientras la tierra verde se oscurecía, ambos ejércitos se extendían en la llanura.

De un lado, los soldados de Esteldor alzaban sus estandartes que ondeaban al viento perezosamente, desdibujando los tonos dorados y anaranjados que representaban los rayos del sol fluyendo sobre sus tierras. En el centro, un ave extendía sus alas de fuego sobre un lago verde.

Del otro lado, el ejército de los ramalië, mucho mayor en número, exhibía con orgullo estandartes del color del cielo ensombrecido. Una espada descendía hendiendo el cielo, y su sangre roja se derramaba por su filo. Y a ambos lados, sombras de alas, Águila y Vampiro, representando el equilibrio.

Las fuerzas se midieron mutuamente, en un tiempo que para ellos fue eterno. Armaduras como de plata refulgieron en el campo de batalla con los últimos rayos de sol, y después centellearon con los primeros rayos de la tormenta. El metal emitió los primeros quejidos al son de la lluvia.

Grandes señores de los Nainiri esgrimían sus armas, dispuestas a la batalla. El Señor Elfo Nowë, cuya cabeza y rostro permanecían cubiertos por un extraño yelmo. Junto a él, una figura de luz se proyectaba sobre la hierba. El Señor de los Maiar, Iaurandir, que no llevaba armadura alguna, pues diríase que ningún arma mortal podía dañarlo. Un Señor de los Hombres se hallaba también con ellos. Báldor el Valiente, le llamaban, pues había defendido la ciudad anteriormente a sangre y fuego. La armadura plateada aparecía ajada de la batalla anterior, pero en sus ojos grises el fuego de Caras Aelin no se había extinguido.

Frente a ellos, la mirada insolente de las grandes señoras de los Ramalië. Naredhel Anariel, Sacerdotisa y Regente de Heren Fanyarëa. Sus ojos dorados parecían brillar con luz propia, mientras sus cabellos cobrizos se alzaban en torno a su rostro, anticipándose a la batalla. Junto a ella Lómëa Útyelnaike, Señora de Sornosunë. Mientras sus manos mantenían tenso su arco, sus ojos azules observaban fijamente al enemigo, y la Muerte en sus manos ya había escogido. Alkalabrindeth, Dama Guerrera, se mantenía firme junto a ella. No había armadura capaz de contenerla. Llevaba ropas de cuero, y apenas una cota de cuero sobre la camisa blanca. Su mano izquierda sostenía un escudo dorado con tonalidades rojizas. Su mano derecha blandía la Maza del Dragón, con los colmillos del dragón deseosos de probar nuevamente la sangre de los hombres.

El sonido de los tambores aplacó cualquier otro sonido, y descendió sobre ambos ejércitos. Y el ritmo de sus corazones se acompasó al mismo, y todos latieron al unísono en efímera armonía. Luego llegó la destrucción.

La flecha lanzada por Lómea se unió a cientos de hermanas que surcaban el aire en su misma dirección, y evitó a su vez a muchas otras que se cruzaron en su camino. Los tambores se apagaron de repente, y el silencio que quedó fue roto por un grito de guerra que se elevó de las gargantas de ambos ejércitos. Después llegó el dolor.

La enloquecida fiebre de la guerra les empujó. Las espadas brillaron por última vez inmaculadas. Sus pies recorrieron rápidamente el espacio que los separaba, y se fundieron en sangriento abrazo. Entonces llegó la Muerte.

Muerte en mil formas concebida. Muerte que hiere y después, mata. Muerte que llega a veces a escondidas. Otras veces de frente, para encararla. Para verla llegar y maldecirla. Que se abre paso entre la carne. Desgarra. Corta. Cercena la vida. Tantas formas distintas para una sola Muerte. Siempre la misma.

Pero la Muerte no escoge bando alguno. Ni hace en sí misma vencedores o vencidos. Su mano fría acaricia cualquier frente. Y no distingue en su caricia al señor del soldado.

Cuando la Muerte finalmente se acercó hasta Lómëa, sus ojos azules la miraron fijamente. No hubo miedo en ellos mientras el acero de la espada buscaba refugio en su vientre. Tampoco lo hubo cuando la espada abandonó su refugio y cayó de rodillas sobre la tierra. Un suspiro leve escapó de sus labios, y después agradeció la inconsciencia.

Se dice que Alkalabrindeth cayó entonces, pues se acercó hasta Lómëa para librarla de la muerte. Y aún así la Muerte rozó su cuello esbelto. Una única flecha lanzada con tino poseyó su carne, atravesando su garganta. A veces la Muerte se hace desear. Su cuerpo quedó tendido sobre la hierba, y sus ojos azules se clavaron en el cielo sombrío, recibiendo la lluvia. No pudo liberar su dolor con gemido alguno. Sólo hubo silencio..

La lluvia empapó la tierra, pero los charcos de lluvia y barro eran de sangre. No había tierra capaz de absorber tanta sangre derramada.

El Poder fluyó entonces. La batalla no podía ser ganada. Naredhel Anariel elevó su voz al cielo, y sus rayos parecieron escucharla. Cayeron sobre el enemigo sembrando el desconcierto, y el fuego brotó de sus entrañas.

- Un poder sangriento y arrogante se levantó de la raza para expresarla, para dominarla. Se alzó como los muros azotados por la tormenta. Como burla he construido un emblema poderoso, y lo canto verso a verso en la tormenta.

El fuego cubrió su retirada, pero Caras Aelin no resurgió de sus cenizas. Había sobre ellas demasiada muerte. Y sobre el verde valle, sólo había dolor.

Al derroche de sangre se le llamará victoria, y al recuento de muertos paridad.

Quiebra la muerte la flor de esperanza,
Desgarra el alma una negra senda,
Son los hombres batiéndose en contienda,
Su ira cruel se sacia con venganza.
Enfrentados con la guerra en la danza,
Olvidando la familia y la hacienda,
De odio en los ojos con una venda,
Reclamando al destino una matanza.
¿Qué tiene la paz que nadie la quiere?
¿Tan duro es el perdón y el olvido?
¿Por qué el ser humano el rencor prefiere?
¿Del abrazo fraternal qué ha sido,
Que la tierra ante la espada muere
Sin casi la vida haber conocido?

2 comentarios:

Wizzy dijo...

ya sabes que no soy mucho de leer y me cuesta ponerme, pero este me ha gustado mucho,sobretodo el comienzo, luego cuando empieza la batalla con tanto nombre... pero al final retoma el vuelo de nuevo.

Indil Amh Shere dijo...

Me alegro de que te haya gustado... al menos una! :P Este fue uno de mis experimentos literarios, intentaba crear una especie de poesía en prosa...