martes, 13 de febrero de 2007

Carta a mi amada


Escribo estas líneas y siento cómo mis manos tiemblan sobre el papel humedecido. La tinta se desliza suavemente sobre él, negra como la noche, como las profundas simas de Sorontarma. Negra como las altas murallas de Iaur Abad, la Maldita. Negra como la Muerte.

Nunca quise escribirte esta carta, que tú y yo sabemos nunca llegará a su destino. Tú, lívida en tu tumba en el cielo, muerta... Tus cenizas se han elevado como tantas otras, y han llegado hasta más allá de las estrellas. He sentido ésta noche su sabor en mis labios, y su sabor era como el beso que jamás compartimos.

Te escribo ahora, como si aún vivieras. Y tu esencia permanece aún conmigo. Como si tu mano blanca guiara mi mano muerta. Como si tu aliento de rosa calentara mi aliento frío.

Iaur Abad. Maldita ciudad condenada a la destrucción del mundo. Todo lo hermoso que tú eras se lo llevó consigo, y tu sangre permanece sobre la tierra yerma y dorada de su desierto.

No te vi en la batalla. Como lúgubres aves carroñeras cayeron sobre nosotros. El viento del norte rugía con fuerza acallando sus pasos. Y cuando las primeras flechas envenenadas fluyeron sobre nosotros precediendo a la muerte, yo sólo pude preguntarme dónde estabas. ¿Dónde estabas?

No llegó la muerte a mi entonces. Muerte dulce y deseada, que hubiera evitado sin duda el dolor que ahora me atenaza. ¿Dónde estabas? Levanté mi espada al cielo, y te vi entonces en cada reflejo de oro. Pero no eras tú. Y fue la ira la que me llevó entonces sobre sus alas, buscándote, mientras la sangre de mis enemigos teñía una y otra vez mi espada. Armaduras doradas caían a mis pies, y yo seguía mirándolas. Mirándote. Pero nunca eras tú. No eras tú.

Las primeras gotas de lluvia cayeron entonces. ¿Lloraba el cielo tu muerte, quizás sin yo saberlo?

Te amé en secreto. Siempre en secreto. Pensé quizás... tal vez, cuando terminara ésta guerra... Soñaba despierto mientras observaba tus ojos de cielo, y tus cabellos dorados. Soñaba en el día en que ambos regresaríamos a Sornosunë, y entonces, tal vez entonces, tus ojos se encontraran con los míos. Ya sin armas, sin miedos, sin sombras, sin muerte. Y entonces, tal vez entonces, mis labios, tus labios, fluyeran en un beso. En ese beso que nunca compartimos.

Pero entonces te encontré. Un rastro de sangre ennegrecida me guió hasta ti. Una lanza emergía de tu vientre, y tus manos la sostenían levemente. Desgarré mi voz gritando tu nombre, y me arrastré hacia ti, apartando con las manos un muerto tras otro. Y te miré. Tus ojos palidecían ya, pero aún me miraron, y una lágrima, sólo una, brotó de su mar. Y comprendí entonces que tú también me amabas. Pero ya era tarde. La luz se apagó, y todo fue oscuridad y miedo. Cerré tus ojos para no ver el vacío que quedaba en ellos. Y besé tus labios muertos, con sabor a sangre. Pero era un beso que no compartimos.

No puedo decir que vengué tu muerte, Mi Señora. Porque Iaur Abad se erige todavía ante mis ojos, y sus negros muros no hace más que recordarme tu muerte. Pero aún vivimos.

Porque cuando todo parecía perdido. Cuando creí que la muerte me llevaría también consigo, junto a todos los que amamos, ella regresó. La más amada de las Reinas, Señora de los Ramalië. Y con ella un ejército que haría temblar las entrañas del infierno, pues cientos de ents brotaron de las entrañas de la tierra, como una primavera que despierta de repente. Como si todos los bosques de Fanyarëa hubieran acudido a mitigar nuestro dolor.

Y ella estaba hermosa. No tanto como tú, amada mía. Pero hermosa. Y parecía que el único rayo de sol que atravesaba nubes, viento y lluvia, se había enamorado de sus cabellos de cobre. Y sus ojos de ámbar brillaban con furia asesina, mientras su espada abatía un cuerpo, y después otro.

No puedo engañarte. A ti no, mi amada muerta. No había ya entonces victoria posible. Tú ya habías muerto, y yo contigo. Inmóvil sostuve tu cuerpo entre mis brazos durante horas.

Cientos de ents nos rodearon entonces, y la reina en persona organizó la retirada. No puedo dudar, hoy, mientras tus cenizas aún reposan en mis labios, que si no hubieran llegado entonces, todos hubiéramos muerto.

Fue la Dama Nielune Melyanna quien me encontró, mucho tiempo después, aferrado a tu cuerpo inerte. Mis brazos, dormidos, no sentían ya ni el peso de tu carne. Alcé la mirada, y ella dulcemente, te arrancó de mis brazos, y depositó tu cuerpo sobre la tierra de nuevo. Luego, sin decir una palabra siquiera, me ayudó a levantarme. Sentí la sangre húmeda en su vestido, y ella susurró “Estoy herida”. Se tambaleó un instante, mientras señalaba una herida profunda en su espalda. Un trozo de metal dorado se había incrustado en su cuerpo, y sus ojos, suplicaban ayuda.

No quise dejarte allí, mi vida. Sé que en el fondo no lo hice. Porque yo morí contigo, en el mismo momento en que cerré tus ojos vacíos. En el instante en que besé tus labios fríos. Sólo mi cuerpo sigue con vida. Ella me dijo “Cuidarán de ella”. Y las hojas de los árboles se inclinaron hacia tu cuerpo, cubriendo la ignominia de tu muerte.

Después te vi de nuevo. Aún en la muerte, eras hermosa, eterna amada. Las llamas que lamían tu cuerpo no podían competir siquiera con el oro de tus cabellos, ni con la pálida luz de tu piel blanca. Durante horas he contemplado la pira funeraria, intentando respirarte por última vez.

Pero te contaré un secreto. Hoy lo he sabido. Mientras yacía inmóvil sobre éste lecho, la Reina ha venido a verme. Una venda cubría su brazo, pero apenas parecía que lo notara. Tal es el carácter de una reina. La furia dorada aún permanece en su mirada, acompañada de un dolor inmenso. Una sonrisa triste ha iluminado sus labios, y entonces, se ha inclinado sobre mí. Me ha susurrado un beso. Un beso triste, pero un beso de esperanza. Un beso que me ha hablado de un mundo más allá de éste, donde tú estarás siempre esperándome. He cerrado los ojos, y he visto un árbol blanco. Y un árbol de luz dorada. Y allí, bajo su luz, estabas tú.

Cuando he abierto los ojos, ella ya se había ido. Pero yo he llorado mis últimas lágrimas por ti, mientras te escribía ésta carta sin destino. He susurrado tu nombre por última vez, escribiendo éstas últimas líneas. Jamás mi voz volverá a herir el aire. No pronunciarán estos labios ninguna otra palabra. Hasta que te encuentre, bajo el árbol de luz. Entonces, sólo entonces, mis voz resonará otra vez gritando ésta vez tu nombre. Y tú responderás con ese beso que nunca compartimos.

Y yo estaré sin ti, pero contigo. Porque estoy lleno de ti, no te perderé.

No he de mirar atrás, sólo adelante;
Perdí el pasado, y el futuro es mío;
No te quiero perder; dame la mano,
Dame la mano y llévame contigo.

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