jueves, 8 de febrero de 2007

El Bosque del Susurro

La muchacha de dulce rostro se adentró en el bosque aunque era tarde. No pensaba demorarse mucho, sólo tenía que recoger algunas plantas que crecían a los pies de los enormes robles que había al norte. Oscurecería pronto, más aún entre las sombras perpétuas de los árboles, pero sabía perfectamente dónde iba y no podía tardar mucho.

El vestido se le enganchaba entre las ramas bajas de los árboles y los arbustos. Sonreía cada vez que tenía que desengancharlo. Se sentía feliz en el bosque. La vida bullía en su interior de mil formas distintas, y sus ojos grises se deleitaban con cada una de ellas.

Libre de ataduras y convencionalismos, la muchacha soltó sus cabellos rubios y corrió descalza por el bosque, sin pensar en nada. Sus pasos, bailarines pero decididos, la llevaron a través de la espesura a un rincón profundo y oscuro del bosque.

Bajo las húmedas ramas de los grandes árboles, crecía abundante vegetación, aprovechando las pocas gotas de luz que les daban vida.

La muchacha se arrodilló ante uno de los árboles, y se dedicó a recoger las que necesitaba mientras tarareaba una canción.

Totalmente absorta en su quehacer, no oyó el susurrar de los arbustos al moverse. Siguió cantando mientras se apresuraba en recoger las últimas. Unas pocas más y sería suficiente, pensó.

Una rama traicionera crujió y delató a la sombra. La muchacha se levantó y miró alrededor incómoda. No vio nada extraño, pero ya la duda se había adueñado de su mente. Intentó tranquilizarse un poco. Tal vez algún pequeño animalillo andaba por la zona buscando algo que comer, pensó.

No estaba tan lejos de la verdad... Algo temblorosa se puso en marcha, intentando no correr, pero apresurando el paso. Se sentía perseguida, pero lo achacó al miedo y a su imaginación sobre todo. Fue un error. Todo contribuyó a ello. La prisa y el miedo la hicieron caminar sin fijarse bien donde ponía los pies. Trastabilló un par de veces, pero consiguió mantener el equilibrio. Cuando su vestido se enganchó una vez más en una rama baja, no pudo evitar entonces caer de bruces levantando un polvo espeso de tierra y hojas.

Aparte del orgullo y algún arañazo, no parecía grave. Se arrodilló mientras se limpiaba la tierra del vestido, y recogía las plantas que se le habían caído.

Fue entonces cuando los vio. Los ojos rojos la acechaban. Podía verlos ahora con claridad refulgir entre las sombras. Las hojas cayeron de sus manos temblorosas, e intentó levantarse, pero no pudo. El vestido se había rasgado, pero seguía enganchado.

Tiró de él como pudo, sin conseguir soltarse, y volvió los ojos angustiados hacia la derecha. Los ojos habían desaparecido.

Un sollozó desgarró su pecho. Intentó volver a soltarse, desesperada. Pero ya era tarde. Ciertamente, hacía ya tiempo que era demasiado tarde para ella. Cuando lo consiguió, se lanzó hacia delante haciendo un esfuerzo sobrehumano...

Hacía días que buscaba entre la maleza una buena presa que llevarle a Su Señor. Cuando encontró a la muchacha, apenas pudo creerse su buena suerte. Por fin podría volver, y era un ejemplar magnífico. En un instante pasó de pensar en vagar tristemente por la tierra, a pensar en una buena recompensa a su caza. Se arrastró entre la espesura, buscando el lugar adecuado para lanzarse al ataque. Sus movimientos eran en extremo sigilosos, salvo por una rama caída que no vio al avanzar con la mirada fija en la presa. Eso estuvo a punto de echar todo al traste. La muchacha se puso en guardia, atenta, observándolo todo. Consiguió conservar la calma, y contener la respiración. Unos instantes más y sería suya. Sólo necesitaba un poco de paciencia.

Cuando ella comenzó a desandar el camino, él se adelantó hábilmente. Sentía crecer su miedo, y eso le animaba cada vez más. El olor del pánico era en extremo excitante y necesario en la caza.

La observó avanzar torpemente, hasta que finalmente ella cayó al suelo. Otro golpe de suerte. Si pudiera sonreír, evidentemente ese sería el momento de hacerlo. No podía, así que simplemente se dejó ver débilmente. Y ella lo vio. Sus ojos se abrieron con un inconfundible gesto de incredulidad, y se oscurecieron por el miedo. Luchó contra las ramas, y contra su propia torpeza, y luego volvió a mirar esperando encontrarle aún entre las sombras.

Pero él ya no estaba allí. La muchacha se zafó entonces por fin de las ramas que la retenían aún en el suelo, y se lanzó hacia delante en la búsqueda de la salvación. Pero él estaba preparado. Se abalanzó sobre ella, y dirigió sus fuertes mandíbulas directas a la garganta de la muchacha.

Ahora, sólo tenía que esperar a que poco a poco la falta de oxígeno la dejara inconsciente. Pero no era del todo su día de suerte. Ni mucho menos.

La muchacha se defendió. Golpeó con fuerza cada parte de su cuerpo, hiriendo una y otra vez su piel blanda. Con fuerza inusitada, agarró una rama cercana y le golpeó en la cabeza, lanzando mil astillas que se clavaron en la piel de ambos.

Entonces sintió la sangre. La sintió entre sus dientes, mientras notaba como poco a poco se hundía en la garganta de ella. El sabor, y el dolor, acabaron por descontrolarlo todo. Ella sentía escaparse la vida, pero con un último esfuerzo, insertó la rama astillada en su abdomen blando y gris, quedando todo inundado de sangre espesa y amarillenta.

Él se sintió morir de dolor. Se sabía muerto. Fue consciente de que esa sería su última presa, pero a pesar de ello, no la iba a dejar escapar. Apretó aún más sobre la garganta de la muchacha, y finalmente un borboteo terrible brotó de ella.

Retiró sus fauces de ella con un gran trozo de carne entre los dientes. La muchacha temblaba en su agonía. Sus ojos eran grandes óvalos de cristal, de un color gris oscuro... y miraban su propia carne entre las fauces de la sombra con incredulidad.

Una pequeña vena roja, parecía resistir aún, y era lo único que unía la profunda herida de su garganta con aquel trozo de carne informe que antes fuera parte de ella. A través de la herida, se veía perfectamente el hueso, teñido de sangre.

Finalmente, la sombra cayó hacia atrás, con un ligero estertor de muerte, y la delicada vena se rompió, lanzando a su alrededor un chorro de sangre.

Durante un segundo solo quedó allí la muchacha, temblando... Un segundo inmenso, y por fin llegó la paz.

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